lunes, 21 de enero de 2013

Mi chiste favorito

Tras el vaho que se condensa, el espejo del baño dibuja una imagen borrosa de lo que debo ser yo. Me tengo que mirar a través de una ventanita que he dibujado con el puño y cada dos por tres tengo que repasar el apaño, porque se empeña en empañarse de nuevo. Llevo veinte minutos tratando de colocarme el pelo de manera aceptable, mientras trato de convencerme de que no es importante, que en lo último que se va a fijar es en mi peinado y a la vez me voy poniendo cada vez más nervioso, porque estoy perdiendo mucho tiempo y ella llegará en cualquier momento y aún no estoy listo ni de lejos.

Al final me conformo con un aprobado raspadito. Voy al armario y hago como que elijo una camisa, aunque ya la tenía pensada desde hace varias horas. Vaqueros, cinturón, otra mirada al espejo, todo bien.

No es sencillo evaluar la propia suerte. Todo esto es un fracaso, yo soy un fracaso. Es imposible elegir peor la hora de enamorarse de alguien -y soy consciente de que "elegir" y "enamorarse" jamás deberían ir en la misma frase-. En ese aspecto, en enamorarme perdidamente de la persona menos indicada, mi estupidez es digna de estudio, les garantizo que hay un Nobel de psicología detrás de las decisiones que estoy tomando últimamente.

Echo pasta en el cepillo y comienzo a frotar a conciencia. Todas las muelas, una por una, por sus diferentes caras, desde distintos ángulos. Soy el orgullo de nueve de cada diez dentistas. Todo esto es un error. Estoy elevando la palabra garrafal a su máxima expresión; espero que me lo agradezca, el palabro, como esto siga así, voy a hacer carrera con él. Después del cepillado le doy un repaso a la lengua, seda dental y enjuague bucal. Quiero que mi aliento sea fresco como nubes de granizo.

Todo esto es un error garrafal, y sin embargo no puedo dejar de pensar en ella. Cada momento del día en el que he recordado que iba a venir a mi casa, ha sido como una explosión de éxtasis sin cortar en mi estómago, me salían mariposas hasta por las orejas.

Me planteo la posibilidad de ponerme una corbata. Me pruebo varias, pero no me convence; demasiado formal, no creo que a ella le guste la idea. Aun así acabo poniéndome una. A estas alturas, he alcanzado cotas insospechadas en la escala del patetismo. Es algo que aún no he podido hablar con nadie, ni siquiera yo soy capaz de tomarme a mí mismo en serio. Tengo un corazón que hace apología constante del humor negro. Si no fuese tan triste, tendría bastante gracia.

Abro el bote de colonia, un poco en el cuello y otro poco en las muñecas. Sin pasarse, que no se note demasiado, es la diferencia entre el "qué bien hueles" y el "qué bien huele tu colonia". Zapatos: cepillado, betún, más cepillado. Los zapatos son una de esas cosas en las que las mujeres siempre se fijan, es algo que se lee en todas partes, desde las revistas en la consulta del dentista hasta la enciclopedia británica. Se diría que no puedes considerarte hombre si no te sabes ese y otros cuatro o cinco puntos básicos.

Nadie elige de quién se enamora. Incluso en mis mejores fantasías, aquellas en las que todo lo que puede salir bien acaba saliendo mejor, hay un montón de cosas que salen terriblemente mal. Sé que voy a sufrir, y mucho. Pero lo prefiero. Al menos lo que me traigo entre manos es totalmente real. La mayoría de las personas que conozco no se enamorarán de verdad en toda su vida. De los que sí lo hagan, la mayoría hará lo que pueda para despegarse de ese sentimiento. Porque no les encaja en sus vidas, porque no les viene bien en ese momento, porque no les encaja a quienes les rodean. En cierto modo el amor es como un jarro de agua fría en plena cara de tu razón, de tu estabilidad emocional, de tu autocontrol. Hay gente que no es capaz de vivir son todo eso, de lidiar con la idea de caos que en realidad envuelve todas nuestras vidas. Yo por mi parte... lo voy a pasar mal, muy mal. Estoy cayendo en un pozo del que no se puede salir entero. Y sin embargo, el amor tiene algo que hace que merezca la pena todo esto. Creo que ahí está la diferencia, ese es un buen lugar para trazar una línea. Todo lo que hay antes es afecto, cariño y demás sinónimos más o menos descafeinados.

Dejo sobre la mesa un ejemplar de Ulises y Joyce, primera parte. Bien visible, pero desordenado, como si hubiese estado leyendo hace dos minutos. Me quito la corbata, le hago un gurruño y la escondo en un cajón. El Ulises es muy exagerado; lo guardo y pongo en su lugar a Cortázar. Guardo Cortázar y me pongo a buscar algo de Hemingway, mientras me planteo si no sería mejor uno de poesía. Tal vez debería tomarme algo para tranquilizarme, tiene que haber algún calmante en algún cajón de esta casa, aunque me preocupa el hecho de que no estoy acostumbrado a tomarlos (¿y si me lo tomo y luego ni se me levanta?). Tengo un corazón que hace apología constante del humor absurdo. Al final dejo a Saramago en la mesilla de mi cuarto y a Neruda abierto boca abajo en el salón.

No es fácil evaluar la propia suerte. Evaluar suena demasiado eleático para el hecho de estar tan feliz y jodido al mismo tiempo. Los seres humanos tenemos que ser una raza infinitamente retorcida para crear una sociedad donde un amor como el mío esté prohibido, donde la sinceridad suele salir cara, donde se humilla el hecho de tener cierta clase de sentimientos que no concuerdan milimétricamente con lo planificado, donde no tener corazón de piedra provoca miradas de desdén y condescendencia; de repente te has convertido en "ese pobre idiota". Y hay que tener una visión terriblemente retorcida, cucarachas de la mortalidad, para que encima se sientan orgullosos de todo eso.

Todo viene prefabricado y adulterado; se cosen amores a medida, ilusiones a medida, ambiciones a medida... los perfectos sastres de sueños. La vida como un puzzle, no buscan piezas que por el dibujo no sepan de antemano que van a encajar ahí, no empiezan el centro hasta que no tienen terminadas las esquinas y los bordes. Y ten la certeza de que si no le sigues, lo próximo que no encajará serás tú.

Suena el timbre (¿qué he hecho con mi corbata?). Espero diez segundos y abro la puerta. Allí está mi chica, sonriéndome, jugueteando con los dedos en su pelo. Cuando ella aparece dejan de importar todas las estúpidas convenciones sociales. Sin más, todo el absurdo de la sociedad, todo el vacío vital, las lágrimas, la soledad y el miedo implosionan en la poesía de su presencia. Y por primera vez en meses, me siento feliz, afortunado de estar vivo. Ahora mismo puedo imaginar el resto de mi vida junto a ella. Sé que es alguien por quien moriría, me da igual que la expresión suene gastada. Por ella moriría cien veces ahora mismo, aquí, en la puerta de mi casa, sin mover un músculo, sin dudar un instante. No creo que todo el mundo pueda decir lo mismo y sentirse sincero.

Sin dejar de sonreír, me dice que llevaba tiempo sin llamarla, que casi había empezado a echarme de menos. Me lo dice abriendo mucho sus ojos azules, sin parpadear y sin darse cuenta del vuelco en forma de espiral que acaba de hacerme el corazón. Ahí lo tienen, mi chiste favorito, si no me hiciese sufrir tanto, tendría bastante gracia.

Saco trescientos euros de mi bolsillo y los deposito cuidadosamente en su mano extendida. Nunca puedo mirarla a la cara cuando lo hago.

martes, 8 de enero de 2013

El brujo postergado


En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de almorzar, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don lllán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que estaría siempre a sus ordenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes mágicas no se podían aprender sino en lugar apartado, y tomándolo por la mano lo llevó a una pieza contigua en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a una sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos mágicos.
Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que si quería encontrarlo vivo no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor, y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió el deanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado el deanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago. Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el obispo mandaderos del Papa, que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años, recibió el arzobispo mandaderos del Papa, que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro Cardenal fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había remozado de un modo extraño) dijo con una voz sin temblor:
—Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué. La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago, y tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.

Nota: adaptación de Jorge Luis Borges de De lo que contesçió a un deán de Sanctiago con don Illán, de Don Juan Manuel.