jueves, 28 de junio de 2012

Tripas

Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de vaselina para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la vaselina moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

Él se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, a través de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y cacahuetes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, cacahuetes y guisantes.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y cacahuetes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de cacahuete, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Judías verdes o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Ésa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.
Chuck Palahniuk

martes, 19 de junio de 2012

Buscando la luna



Salgo a pasear, 
por dentro de mí 
veo paisajes que de un libro 
de memoria me aprendí. 

Buscando una luna, Extremoduro. 

      Gerardo Suárez se dio cuenta de que había dejado de escribir y ahí empezó todo. Cuando ocurrió, lo primero que hizo fue recordar sus primeros y lejanos textos: pequeñas y rimbombantes poesías destinadas a todas aquellas que nunca las iban a leer, la mayoría ni sabían quién era él. Recordó, con media sonrisa, cómo gustaba de ensalzar aquellas figuras adolescentes de maneras bizarras, usando insultos o palabras escatológicas a veces. La timidez, que siempre le acompañaba en toda relación humana, decidía abandonarle cuando se plantaba ante el papel, ante su verdadero yo. Sólo él mismo se conocía. Después solía interpelar a aquellas figuras directamente, a través de todas esas frases herederas de los grupos de punk que sonaban en sus oídos cuando caminaba solo por la calle, allá por los quince o catorce, la edad de los poetas. “¡Despierta, idiota!/ la vida, toda nuestra,/ cada cual elige/destrúyela a tu manera”. Aquello solía parecerse más a la letra de una canción que a una poesía, pero a los quince se es un buen poeta porque sudas de esos anacronismos resucitados por los críticos. Al final, cuando acababa, siempre ocurría lo mismo: había tocado el cielo, lo sentía, al igual que sentía como esa sensación moría ante la llamada de lo terrenal, o su madre gritando: la comida.

      Entró, con mucha ilusión, orgulloso de ir a dedicar cuatro años a algo totalmente inútil (muy punk eso), a la carrera de filología clásica en la UAM, aunque por aquel entonces tenía ya un nombre totalmente obsceno que ni se molestó en aprender. Esa fue la época de los cuentos. Los cuentos ya no pedían ese sentimiento, exigían el esfuerzo creativo, pero, ante sus maravillados ojos, en el papel, se dibujaba un mundo entero desde su mano izquierda: un mundo entero, por favor, párense un segundo a meditar, joder. Esta ambición se cultivó en las charlas con los chicos del grupo que más tarde pasaría a llamarse “los escritores bárbaros”, así, con minúscula, si no, ¿a qué lo de bárbaros? Heredero del espíritu de Bolaño, lector empedernido, pura vitalidad, depredador del conocimiento, cruce de las culturas en su sangre, Goye lideró el grupo desde que se creó, o más bien desde que él lo creó. Siempre quiso tener una editorial. Veía maravillas en los textos de sus amigos, al igual que veía como el mercado no estaba preparado para soportarlas, simplemente no encajaban. Su editorial iría por otros caminos más tranquilos. También le interesaban pintores y músicos. Por los pasillos y las zonas de césped de la facultad, en los parques donde bebía y hablaba hasta altas horas de la noche, en alguna que otra rave, en los vagones del metro, en el autobús, allá donde iba, encontraba a alguien interesado en su proyecto y lo adscribía rápidamente. Reunió a un gran grupo de locos entre los que se contaba Gerardo, con la privilegiada e insigne posición de fundador. Al principio organizaban pequeños recitales donde la gente, algo bebida, se animaba a leer lo que fuese y todo luego se tornaba en salvajes fiestas. Cualquier lugar era bueno: algún garaje del que alguien disponía, una casa en la sierra de fulano, los propios parques. Los músicos también se empezaron a unir a aquellas fiestas, iba todo aquel que amaba el arte y la fiesta. Con los medios que tenían, algunos euros de la venta de “Steinburg, cerveza de los reyes daneses” -así rezaba el cartel- en las fiestas, pudieron financiar una pequeña revista que repartían entre toda aquella gente. Reunía, caóticamente, todo tipo de escritos y dibujos. Surgía desde ellos y para ellos: un regalo que se hacían entre todos. “ Nadie de los que vive fuera de nuestro gran círculo, mundo de los soñadores, pagaría una mierda por esto. Y paso de desperdiciar el papel para que acabe bajo la cama de un gafapasta, ni hablar. Aquí es bienvenido todo el mundo, que vengan y lo busquen. Aquí tenemos todo , absolutamente TODO. El sol, la luna, el universo entero se recrea allá donde vamos, ¡y podemos verlo, tocarlo, olerlo, follárnoslo si queremos! Cualquiera que sepa sumergirse en la vida es bienvenido aquí.” Goye solía recitar este incoherente discurso o alguna paráfrasis del mismo cuando estaba borracho, debía ser algún tipo de lema fundacional que nunca escribió y quedó grabado en su cabeza. El grupo creció aún más y la editorial cobró forma a través de los materiales que Gerardo muchas veces clasificó junto a Goye y otros de los primeros. Nadie supo muy bien cómo financiaba todo aquello. El hecho es que sus ingresos parecían multiplicarse. Los hechos eran: Goye desaparecía una temporada y regresaba de lo que parecía algún viaje; recorría los anti- festivales de España, divirtiéndose y vendiendo gran cantidad de LSD en tripis; regresaba de su periplo con una suma importante de dinero que invertía sin dudar en su editorial: “escritores bárbaros”. En fiestas y recitales se vendían a un precio asequible, hasta vino gente ajena a comprarlos, o mandaban algún pedido concreto por internet.

      Gerardo escribía entonces gracias al sentimiento común que se creaba en aquella familia, sobre todo entre los seis que lo comenzaron todo. Nunca salió a leer porque la vergüenza se lo impedía. Pero realizaban un juego divertido. Sus amigos leían sus textos, una vez cada uno, atribuyéndoselos a un misterioso escritor que llamaban “Talo LII”. Llegó a hacerse verdaderamente famoso desde la sombra, eso le gustó bastante. También le sirvieron aquellas fiestas para desinhibirse y conocer alguna chica, sus archienemigas hasta entonces Allí conoció a Sara. Empezó a tocar la guitarra y la armónica en las reuniones más pequeñas. Cerraba los ojos, se olvidaba de los demás y se dejaba llevar por la música. Qué maravilla, la música, aquel que la ha encontrado de verdad, puede estar seguro de que está ante lo más maravilloso que ha creado el hombre: la celebración de la vida porque sí. Sin embargo, en sus textos, él seguía tratando de llegar al lugar más recóndito de su alma, ahondar en esas zonas en las que no se podía navegar de otra manera que no fuese escribiendo. Sin darse cuenta, se fue alejando del grupo. Cada vez prefería más estar sólo leyendo en casa. Aquel mundo excesivamente idealista comenzaba a resultarle algo infantil casi. Prefirió centrarse también en la carrera y acabarla. Tenía cada vez una visión más erudita del arte. Era algo para pensar sobre ello, no sólo para celebrarlo. Y ahí fue cuando perdió el sentido lo de escribir, hacía entonces más o menos un año, aunque no era hasta este momento cuando se había dado cuenta. Ahora trataba de bucear, no ya en sí mismo, sino en los mundos que le abrían los otros. Buscaba la catarsis, se mimetizaba con toda obra que cayese en sus manos hasta altas horas de la noche acompañado sólo de vino y tabaco. Pero ahora le bombardeaban las preguntas, se había dado cuenta ¿Por qué había dejado de escribir?¿por qué escribía antes? Era joven. No quería pasar su vida encerrado entre cuatro paredes, viviendo con sus padres. Pero ocurría que lo único que le llenaba eran sus lecturas. Bueno, y Sara, pero sabía que aquello no iba a ser eterno. Especialmente, le llamaban aquellos autores que, desde Baudelaire, retrataban lo más oscuro del hombre, esos pensamientos que cuando acuden a la mente sentimos un impulso de reprimir y ocultamos a los demás. Recrearse en aquello era sublime, pero al salir de la catarsis: nada. Él era Gerardo Suárez, no Henry Wotton, no Don Juan (el que dejó de ser Tenorio), no ninguno de aquellos niñitos burgueses que Lamborghini retrataba en “El niño proletario”.

      El huevo del monstruo que venía gestándose en su vientre desde que se hizo las preguntas eclosionó después de un sueño que nunca volvió a recordar. Escribir no tenía sentido porque era huir de la vida misma para sumergirse, durante algunas tristes horas, en un mundo falso. Siempre había que regresar. ¿Por qué no, entonces, escribir en la vida real, con actos y no con palabras? Siempre recordó, después, lo fuerte que le latía el corazón el día en que llamó a Sara y le dijo que tenían que quedar para hablar un asunto.

      Con la boina calada hasta las orejas, cigarrillo de liar humeante en la boca, helado de frío debido a aquella mierda de palestina roja que no servía para nada-se la quitó y la arrojó al suelo-, manos en los bolsillos de la chaqueta, sin música en los oídos, andaba y pensaba en lo que quería a Sara. Era una chica alucinante, muy inteligente. En sus ratos libres hacía teatro y a él le encantaba ir a verla. Muchas veces, las más, ni recordaba el argumento de las piezas, sólo iba para verla desenvolverse en aquel cuadro de luz entre toda aquella oscuridad. Además, y esto era quizá lo más importante, follaba de puta madre, como nadie que él hubiese conocido jamás. Sin ningún pudor, le invitaba a participar en todo tipo de juegos cuyas reglas iba mostrándosele sobre la marcha. Ora violentos, ora dulces, pero siempre alucinantes. Experimentó una molesta erección recordándolos. Y allí estaba, apoyada de pie en el respaldo del banco de madera en el triste parque de aquel invierno. Sonreía. A Gerardo se le hizo un nudo en la garganta y le sudaban las manos. Estaba a tiempo de pararlo todo, pero se había prometido a sí mismo que no se iba a echar atrás. Ella intento besarle y la empujó contra el banco, apartando la cara.

      - No me jodas- las palabras salieron solas. Al igual que el tono ronco que nunca antes había reconocido en sí mismo.
      - Pero ¿qué coño haces?
      - Mira, esto va a ser rápido. Hay que dejarse de gilipolleces. Tengo que ponerte algunas cosas en claro
      - Bien: dale pues- Su rostro había cambiado. Aparecía el miedo tras la furia que había provocado el empujón. Ello disparó las emociones de Gerardo, pero él las contuvo, podía sentir como todo bullía dentro de él y se disparaba en cualquier dirección.
      - Mira, follas de puta madre y todo eso, pero estoy harto de tener que aguantarte fuera de la cama para conseguir un par de polvos a la semana. Vamos a dejarnos de mierdas. Llámame nada más cuando te apetezca echar un polvo y yo haré lo mismo. Me resulta estúpido todo lo que haces fuera de la cama y, sobre todo, me aburres.

      Ella no contestó, paralizada, durante unos segundos.

      - ¿Es una broma?- la voz y el cuerpo temblaban casi por igual, sus ojos ni siquiera se atrevían a mirarle.
      - Pero ¿eres gilipollas o qué? Te estoy diciendo que dejes de hacerme perder el puto tiempo. Dime si te apetece follar y, si no, vete a tomar por culo- la furia realmente le había poseído, Gerardo se sentía realmente enfadado, luego lo recordaría a la perfección.
      - ¿Qué dices, Talo? No es verdad todo esto y lo sabes. ¿Qué es lo que ha pasado?

      Conversando no iban a llegar a nada salvo horas de diálogos circulares. Entonces le cruzó la cara de un guantazo y ella casi cayó al suelo.

      - Vete a la mierda, comepollas.

      Ahora Sara ya no reaccionaba. Se dejó caer hasta el suelo de rodillas. Manchaba sus vaqueros de barro. Todo su cuerpo temblaba, la mirada aterrorizada. La mandíbula se movía sin parar, como si estuviese drogada. Pequeñas lagrimas bañaban la mejilla enrojecida por el golpe. Al contemplarla en aquel estado todo le explotó por dentro. Su corazón latía desbocado, lo que parecían miles de sentimientos confusos, ira, amor, odio, pena, se peleaban en su cabeza a gritos. Lanzó la colilla del cigarro al cuerpo de la chica, como un autómata, se dio la vuelta y ya de espaldas musitó:

      - No vuelvas a llamarme, he cambiado de idea.


      La vuelta a casa la hizo también sin darse apenas cuenta de lo que hacía. No podía pensar. Tan sólo se sucedían una y otra vez las recientes imágenes impregnadas en su retina. Ya en su cuarto, solo, encerrado, rompió a llorar. Lloró como un niño. Abrazándose a la almohada, llenándola de lágrimas y mocos, mordiéndola. Maldiciendo en voz alta, llamando a su mamá. Quería volver de vuelta, abrazarla, decirle que nada de aquello había sido verdad, que era la persona que más quería. La imaginaba tal cual la había dejado y decir que sintió una puñalada hubiese sido poco. Agarró unas tijeras que tenía a mano y se rajó las palmas de las manos. Necesitaba ver su sangre para saber si seguía siendo humano. Al verla fluir y chorrear entre los dedos el llanto se tornó en risa. Sí, aquello ocurría realmente. Una risa desquiciada reverberaba entre los libros. Jadeaba, Casi hiperventilaba. Después durmió, durmió como un bebé.

      A partir de aquel día su vida se redujo a la lectura y sólo salía de casa para provocar aquellas situaciones, actos trascendentales él los llamaba. Conflictos que disparaban sus sentimientos. Nadie, absolutamente nadie que hubiese bebido de aquello, podría argumentar que no era la misma esencia de la vida. Agradables o no, aquellos sentimientos contradictorios le hacían sentirse infinitamente más vivo de lo que jamás antes se sintió. Era como despertar de un sueño. Ahora la literatura le rodeaba. Sólo leía para inspirarse y crear su propia novela. Trató con desprecio a sus padres hasta que consiguió que le echasen de casa. El recuerdo que más solía atesorar era el del momento en que agarró a aquel catedrático, lo tiró al suelo y le pateó hasta dejarle casi inconsciente. Le echaron de la carrera, tuvo un juicio, pero no pasó nada. Vivía en un motel y trabajaba de lo que podía. Pero no necesitaba nada salvo lo suficiente para mantener vivo su cuerpo y poder fumar. Salía ocasionalmente de fiesta con sus antiguos amigos – que le admiraban y temían por igual- , los cuales, excepto Goye, fueron alejándose progresivamente, y les metía en peleas con grupos más musculados y numerosos que normalmente acaban en desgracia para alguno. Su figura iba esculpiéndose a base de heridas en el alma y el cuerpo. También, a veces, en su soledad, seguía mutilándose por placer. Llamaba a su madre tan solo para oírla llorar. Con las prostitutas que contrataba raramente conseguía una erección, le gustaba actuar como un niño pequeño y sentirse humillado por la situación. Al principio hacía todo aquello sin quererlo, para provocar el conflicto. Pero, pronto, el deseo de conflicto fue lo único que quería. No había nada más dentro.

      Todos se alejaron para siempre, todos menos Goye. Gerardo vivía en una nebulosa de oscuridad, corroído el rostro por la amargura, de la que extraía una plenitud espiritual que hacía que todo lo intrascendental le importase una mierda. Goye nunca dejó de preocuparse por él. Así era Goye, un pirata honrado. Sus camaradas no se abandonaban, nunca. A Gerardo no le importaba aquello. Él disfrutaba aun de sus conversaciones con Goye, y el otro jamás le juzgó ni trató de hacerle cambiar, le ponía la realidad ante él tal cual era. También hablaban de libros, cosa que nunca cambiaba. A veces, en las cuales Gerardo llegaba a sentir miedo, Goye penetraba tanto en su alma, que llegó a creerle capaz de cambiarle. Pero eso nunca sucedió. Lo que si ocurrió fue que consiguió convencerle para que le acompañase a un viaje que tenía preparado para Argentina. Él lo pagaba todo. Gerardo estaba un poco cansado de Madrid, cambiar de aires le vendría bien, pensó.


      Poco cambió allí. Todas las malditas ciudades son iguales, y Buenos Aires no sólo es igual a las demás, sino que es igual en sí misma. Parecía que siempre recorrías la misma cuadra una y otra vez. No obstante, había una realidad muy brillante. La gente vivía todo más a flor de piel. Como decía Goye, esos pobres aún creían en la política.

      Juntos planearon un viaje a “Los Gigantes”, a Goye le encantaba la naturaleza y él veía la oportunidad de correr alguna buena aventura si iban sin dinero. Una peregrinación a aquellas gigantescas montañas de ida y vuelta. Sólo de pensarlo se excitaba, y así lo hicieron. En los grandes mercados de la ciudad asaltaban a todos los conductores de camiones hasta que encontraron a uno que aceptó llevarles hasta Córdoba ciudad. Diez silenciosas horas de camino. Era un tipo rudo el camionero y no quería que aquellos tipos raros le aburriesen con sus historias, prefería sumirse en sus pensamientos, como siempre. Sabe dios por qué les recogió.

      Los Gigantes era una extensa cordillera que se elevaba hasta las nubes en mitad del desierto de roca y arena que era la Pampa de Achala. La ruta principal para subir se encontraba en medio del desierto, sin nada alrededor salvo una triste parada de autobús y un pequeño refugio de dueños rancios, a unos noventa kilómetros de Córdoba. Anduvieron unas trece horas, sólo con sus mochilas llenas con una botella de agua, libros y un par de bocadillos hasta llegar a un pequeño pueblecito llamado Tanti, el más cercano a las montañas. Allí, exhaustos, el dueño de un pequeño hostel en reformas les dejó tirarse sobre dos mugrientos colchones unas horas para que descansasen. Antes del amanecer, cansados aún y sin comida, sólo con agua, emprendieron los treinta kilómetros que les faltaban para llegar al comienzo de la ruta de ascenso. Alcanzaron antes de la tarde la base, y Goye sugirió descansar. Pero Gerardo estaba extasiado, el cansancio y el sudor le habían enloquecido, no podía parar ahora, tenían que llegar al final de una. Se había vaciado de toda emoción y eso, en sí era una emoción poderosísima. Su peregrinaje era real. Era un peregrinaje hasta sus límites racionales, los límites de la cordura. No podían parar ahora. Le resultó fácil convencer a su colega y emprendieron ferozmente , en silencio, el ascenso contrarreloj para que no les alcanzase la noche. Tenían unas cinco horas para subir y bajar. No había absolutamente nada civilizado alrededor salvo aquel pequeño refugio que ya habían perdido. Era salvaje eso. Los animales libres pastaban aprovechando las últimas horas de luz en las pocas zonas verdes que había dejado la deforestación salvaje también del hombre. Bebían del río escaso que bañaba toda aquella sequedad. En los ojos de los dos brillaba una luz extraña por la que se asomaban accesos de locura. La botella de agua se agotó. No importaba, en el refugio había más. Nada importaba excepto subir. Y en la cima vieron el sol espléndido, que en lo rojo de la tarde bañaba de sangre todo el desierto, vasta inmensidad de tierra, sólo para ellos. Nadie se podía sentir importante siendo tan pequeño como se era ahí. Uno se daba cuenta de eso, que no era nada. Y así ocurrió con Gerardo. Todas las emociones vividas hasta aquel entonces se redujeron a nada. Goye se había sentado, pleno, iluminado, en la postura de la flor de loto, a escribir unos versos en su inseparable cuaderno. Gerardo musitó algo sobre ir a mear y desanduvo parte del camino. Entonces comenzó a tirar todos los monolitos de roca que marcaban la ruta, esparcía las piedras de modo que fuese imposible ver ningún camino. Tan sólo montañas y montañas de roca iguales a su alrededor. Cuando ya llevaba una hora bajando se perdió a propósito. La noche comenzó a roer las rocas y una negrura también su corazón. Sólo quedaba la muerte. Había que caminar hasta ella, pero ya estaba ahí, no se veía nada. Todo negro, la luna del cielo parecía no querer iluminarles. Le parecía oír -seguramente alucinaciones ya por la deshidratarían- los gritos desesperados de Goye. Pero aquello era hermoso. El peregrinaje a la muerte, eso era la vida.

Gerardo Suárez 


      Este manuscrito apareció junto a un recorte de periódico en el pequeño apartamento de Gerardo Suárez Raíz, donde encontraron su cadáver con un revolver en la mano y una bala en la cabeza, en Buenos Aires, a los pocos días de la fecha del periódico al que pertenecía la noticia del recorte. El titular rezaba así:
      [Encuentran los cuerpos de dos montañeros extraviados en el valle de “Los Gigantes”. Sólo uno de ellos, en extremas condiciones de deshidratación, aún se encontraba con vida”]

Amacaballo Fat

martes, 12 de junio de 2012

Helado de fresa

Esto empieza sobre la taza de un váter.
      Esto empieza con Susana Nuez Moscada leyendo frases en la puerta del retrete.
      Con sus rodillas pegadas, las bragas bajadas, y un cigarro en la boca.
      Con sus ojos achinados, tratando de descifrar la caligrafía de las frases. Con sus cuatro nociones básicas de grafología.
      Las mayúsculas grandes y la escritura ascendente significan deseo de alcanzar fama y fortuna.
      La escritura rápida de letras desiguales y líneas sinuosas significa habilidad para el trato, cortesía aparente e interesada.
      Los óvalos angulosos en la parte superior significan venganza o resentimiento que no se olvida.
      Junto al picaporte puede leerse: «¿Has visto Pulp Fiction?» ¿Recuerdas cuando alguien dispara a John Travolta mientras está sentado en la taza del váter?
      Y Susana dice:
      —No es alguien. Es Bruce Willis quien dispara.
      Sentarte en un váter público es como refugiarte en un iglú. Rodeado de baldosines blancos y con frío en el culo. Es todas esas gilipolleces de encontrar tu parte zen. O expulsarla.
      No vas a pescar una foca, pero, al menos, vas a conseguir estar tranquilo durante diez minutos.
      O dos horas
      Puedes oír un millón de conversaciones ahí fuera.
      Incluso, con un poco de mala suerte, puedes oír cómo el vecino del iglú de al lado se desprende de su parte menos zen.
      Pluf es el ruido que suele hacer la parte menos zen al chocar contra el agua.
      Susana mira cómo el humo asciende entre sus muslos. Se desabrocha el sostén, lo saca por una de sus mangas y recoge el cigarro del suelo.
      Se acaricia las tetas. No es nada sexual, es sólo una costumbre que tiene desde pequeña.
      Vuelve a ponerse el cigarro en la boca y lee: «Los hombres con la nariz grande tienen la polla grande. Los hombres con la nariz pequeña la tienen pequeña.»
      Y dice:
      —Los hombres con la nariz abultada en la punta la tienen como un bate de béisbol.
      Una voz ronca dice desde el otro lado de la puerta:
      —¿Hay alguien ahí?
      Y Susana responde:
      —Lárguese, pirado.
      Lo que todavía no había dicho es que Susana Nuez Moscada prefiere los servicios de caballeros.
      Porque un váter es un iglú. Y un váter de hombres es, además, un zoo.
      Si quieres oler a tortuga muerta, y a cacahuetes, y a esmecma, y a guepardo, el mejor sitio al que puedes ir es a un servicio de caballeros.
      Y de pronto se oye. Pluf.
      Puedes imaginar que pluf es el sonido de un delfín entrando en el agua.
      Es mucho más romántico pensar eso que pensar que es una digestión de enchilada de carne y sopa de cebolla. Susana piensa en delfines mientras sonríe sin dejar de tocarse las tetas.
      John Arcadas vive con Susana. Y cree que todas las tardes cuando ella desaparece lo engaña con otro.
      Y en cierto modo es así. No le engaña con uno sólo; le engaña con varios.
      Ella viene aquí. A su zoo. A su iglú. Cada tarde a un baño diferente. Y está sola. Rodeada de hombres. En cierto modo, le engaña con todos ellos. Los huele y los escucha mear.
      Escucha cómo se sacuden sus bates de béisbol. Puede oler su sudor y oír cómo se enjuagan la boca. Puede oír cómo se bajan la bragueta o cómo dejan caer sus pantalones al suelo. Puede compartir todas esas intimidades mientras fuma. Puede conocerlos sin llegar a verlos. Los puede odiar o desear sin verles la cara. Sin oírlos hablar.
      Y durante dos horas. El mundo es un sitio menos malo. O, al menos, diferente.
      En los baldosines que rodean al papel higiénico pone: «Tres sacudidas es paja.»
      Si la escritura es rígida y vertical con los puntos de las íes bajos, eso lo ha escrito alguien frío, indiferente y poco emotivo.
      Una persona que disfrute perjudicando y dañando a los otros tiene una escritura dextrógira, angulosa, con terminaciones de palabra en maza de presión pastosa, y ganchos convergentes.
      La escritura redondeada con jambas prolongadas y ligeramente hinchadas, con hampas bajas y tildes de «t» terminadas en gancho abierto denotan sensualidad, gusto por los placeres sensitivos.
      A veces, el único contacto con el exterior es el ruido de las cadenas de otros váteres.
      O el ruido de la máquina para secarse las manos.
      Siempre hay alguien que se seca el bate de béisbol con la tobera del aire.
      Alguien que eyacula dentro de la máquina del jabón.
      Alguien que deja sus mocos en el espejo para que tú los veas.
      Es increíble lo que puede hacer una persona en un sitio público si tiene la certeza de que nadie la ve.
      Si la meada huele a azúcar quemado, alguien se está pasando con las vitaminas.
      Si huele a azufre, hay alguien ahí fuera que se ha dado un festín con los espárragos.
      Si la orina es amoniacal en el momento de su emisión, es probable que haya una infección urinaria.
      Una cetonuria.
      Una insuficiencia hepática.
      Es probable que alguien empine mucho el codo.
      Hay hombres que hablan con la mosca dibujada en la letrina, y dicen:
      —Ahógate, zorra.
      En el techo puede leerse: «Los niños hacen pompas de jabón asomados a la ventana del colegio. Ven cómo las pompas se separan de ellos, pero las siguen con la mirada, como si estuvieran unidos a ellas por un pequeño hilo que sólo ellos controlan. Y cuando las pompas se alejan demasiado y estallan, una pequeña tristeza inunda el corazón de los niños durante cinco segundos, el tiempo que tardan los niños, crueles e inconscientes, en hundir el palito en el jabón, y soplar de nuevo.
      »Los niños son crueles en su inocencia.
      »Firmado: Peter Pan Pan.»
      Y Susana dice:
      —Crueles en su inocencia.
      Alguien aporrea la puerta del iglú contiguo al de Susana y puede oírse una voz de niño gritando:
      —Sal de ahí dentro. Me estoy cagando.
      El ruido de los zapatos se acerca a su puerta y oye:
      —Ya me has oído. No querrás que te deje un regalo en la puerta.
      Y Susana repite:
      —Crueles en su inocencia.
      Y escribe en la pared: «Imagina a un niño con un altavoz verde tachado en la frente. Imagina poder silenciarlo como haces con tu televisor. Imagina uno de esos niños que llora como en los dibujos animados japoneses: con la boca muy abierta, y los puños cerrados. Ver cómo le tiembla el labio. Y no oír nada. Ver sus asquerosos chorros de lágrimas horizontales. Y disfrutar del silencio.
      »Piensa en todos esos niños que se arrastran por el suelo de los aviones. Que berrean en restaurantes. Esos espermatozoides con mucha movilidad venidos a más. Esos monstruos tamaño souvenir con sus babas, sus mocos y sus varicelas. Esos niños que corren los cien metros pasillo sobre el techo de tu casa, subidos a un pequeño camión de bomberos con cinco tipos diferentes de sirena. Los días impares son bomberos; los pares, policías. Y el fin de semana Tarzán de la jungla. Esos piojos hiperactivos que hunden la mano en la salsa de tomate y se acercan a ti con los brazos extendidos. Piensa en el olor de esas toallitas húmedas tratando de tapar el hedor de sus culos. En sus berridos cuando viajan en tren. En tus ganas de acariciarlos y lanzarlos a la vía. Piensa en la taxidermia y en la cabeza de todos esos pequeños animales colgando de tu salón.»
      La escritura desnuda, sin rasgos superfluos, erguida y con el margen izquierdo bien delimitado denota dominio de la razón sobre los impulsos.
      Si las palabras están caídas y la línea de escritura es descendente, estamos ante alguien con facilidad para derrumbarse, con tendencia al abatimiento.
      Cuando las acentuaciones son poco perceptibles, los puntos de las íes se sitúan tras la letra y la escritura es de una presión muy ligera, la persona es indecisa y poco resolutiva.
      Susana cuenta hasta siete con los dedos.
      Y luego otros siete.
      Y luego siete más. Y dice:
      —Mierda. La semana del ketchup.
      Aguanta la tapa del rotulador con los dientes. Y escribe en la puerta: «Las palabras son siempre mejores que los colores, porque cuando alguien escribe rojo, tú imaginas el mejor rojo que nunca has visto. Porque si alguien pinta algo de rojo, no será el rojo sublime y herido que esperas; será un rojo taza de café, pero no será un rojo gota de sangre, y si es un rojo gota de sangre, la sangre nunca será lo suficientemente negra y espesa. Eso sucede, seguramente, porque las buenas gotas de sangre roja son negras.»
      Después de eso, tapa el rotulador y dice, aliviada:
      —Otro mes más sin un pequeño John Arcadas.
      Enrolla un buen trozo de papel del váter y lo aprieta fuerte contra su entrepierna.
      Su teléfono móvil recibe un mensaje en el que puede leerse: «Tetera».
      En el segundo mensaje puede leerse: «Puzzle de mil piezas.»
      En el tercer mensaje puede leerse: «Veinticinco caretas de famosos de Hollywood.»
      Ése es John Arcadas. Y sus últimas adquisiciones en subastas benéficas televisivas.
      Ése es John Arcadas. Aburrido y celoso desde casa.
      Vista desde arriba, Susana Nuez Moscada es una bola de pelo crispado.
      Es una espalda con doce costillas y seis tatuajes.
      En el suelo puede leerse: «Te conviertes en alguien interesante cuando empiezas a hablar solo.»
      Y Susana dice:
      —Me debo de estar convirtiendo en alguien muy interesante.
      Las personas con tendencia al autoengaño saben que engañarse conscientemente es la forma de pensar que las cosas siguen funcionando.
      Cuando la escritura es pequeña, casi diminuta, y las letras están muy apretadas entre sí, la persona es reservada, introvertida e inteligente, con sentido práctico. Es alguien con mala disposición para las relaciones personales.
      Susana acerca la punta del rotulador a su nariz y aspira hondo.
      Los inhalantes producen vapores que alteran el estado de ánimo. Los rotuladores indelebles desprenden gases volátiles que causan distorsión en las percepciones del tiempo y del espacio.
      Susana dice:
      —A veces llevo tanto tiempo aquí sentada que tengo la sensación de haber nacido en este iglú.
      Y escribe en la pared: «Home, sweet Home.»
      En la película en que Tom Hanks naufraga en una isla desierta, un balón de cuero se convierte en su único amigo. Se llamaba Wilson.
      Y hablaba con él.
      Dormían juntos.
      Eran la pareja perfecta.
      Cuando Tom Hanks vuelve de la isla, se da cuenta de que todas las personas en las que confiaba lo han traicionado.
      Susana Nuez Moscada saca una mandarina del bolso. Y un lápiz de labios.
      Y le dibuja un ojo a su mandarina.
      Le dibuja otro ojo.
      Y una boca.
      Y dice:
      —Hola, Wilson.
      La misantropía es algo muy cercano a encerrarse en un baño público y hablar con Wilson, tu mandarina; tu único y mejor amigo.
      Alguien que no espera nada de ti.
      Alguien que no va a hacer preguntas.
      Y, bueno, alguien a quien te puedes comer cuando te aburras de él.
      En el fondo, el canibalismo es una forma de amor.
      Cuando la mayor parte de tu día transcurre dentro de un baño público, el servicio de limpieza se convierte en algo así como el servicio de habitaciones de un gran hotel:
      —¿Está usted bien? Lleva diez horas ahí dentro.
      Susana sonríe y dice:
      —¿Puede conseguirme un cigarro?
      Junto a la escobilla del váter puede leerse: «Todo lo que sale por nuestros culos es un hilo de Ariadna. Es nuestra respuesta a los grandes problemas. Es nuestra forma de salir del laberinto.»
      Si la escritura es simplificada, con enlaces desiguales y con letras tipográficas, la persona que ha escrito eso es alguien con amplitud de conocimientos.
      Sin dejar de acariciarse las tetas, Susana dice:
      —No creo que hoy pueda colaborar con mi hilo de Ariadna. Estoy estreñida.
      Si las letras tienen una altura similar y la escritura es regular, sin rasgos inútiles, la persona tiene gran capacidad para asimilar las cosas.
      Pero si la escritura es poco legible, con rúbricas innecesarias y gran abundancia de trazados y adornos, estamos ante alguien con un importante embrollo mental.
      Susana mueve los dedos de su pie izquierdo como si fuera una boca. Imposta su voz y le pregunta a su pie derecho:
      —¿Nos vamos ya?
      Y el derecho responde:
      —Sólo un par de días más.
      Después de eso, ve cómo por debajo de la puerta aparece un cigarrillo. Lo coge del suelo, lo acerca a sus ojos y dice:
      —Hola, mis diez minutos menos de vida.
      Y grita:
      —Gracias. Es usted un ángel.
      Su teléfono móvil recibe un mensaje en el que puede leerse: «¿Seguro que no me estás engañando con otro?»
      Y Susana dice:
      —Tengo tanto miedo que lo mejor que puedo hacer es seguir aquí escondida.
      Se roza los pezones y escribe en la puerta: «A veces tengo la sensación de estar esperando que algo me destruya.»
      Cuando la escritura es desigual, con los trazos ascendentes firmes, y los descendentes ligeros, la persona padece ansiedad y está angustiada.
      El mundo no es un sitio agradable cuando te estás muriendo y tienes que buscar un iglú con taza del váter para estar tranquila.
      Cuando a tu pareja lo único que le importa es la fidelidad y las subastas benéficas televisadas.
      Y tú, lo único que realmente estás intentando es dejarte morir.
      Acariciarse las tetas no es algo sexual. Ni siquiera una costumbre que tiene desde pequeña.
      Acariciarse las tetas significa carcinoma lobular infiltrante.
      Cáncer de mama.
      Metástasis.
      Imagina una bola de helado. Redonda y perfecta. Con un poco de escarcha por encima.
      Convierte las fresas en puré. Añade nata y leche condensada. Bate la crema hasta que forme grumos. Agrega azúcar. Incorpora lentamente la mezcla de fresas y la crema. Refrigera hasta que endurezca. Imagina la cara del cirujano diciendo:
      —El tumor es una pequeña pelotita. Lo extraeremos como si fuese una bola de helado. De fresa.
      Imagina una bola de cáncer.
      Redonda y letal.
      Refrigera hasta que endurezca y sirve bolas en una copa de helado.
      Con un cigarro en la boca, Susana escribe:
      —Tengo veintisiete años y me estoy muriendo.
      Imagina una cubeta de helado derritiéndose en agosto. Resbalando por los bordes. Cayendo al suelo. Filtrándose entre las baldosas. Invadiendo el tejido adiposo de las mamas. Cubriendo los conductos linfáticos.
      Susana Nuez Moscada mira a Wilson y dice:
      —Creo que a los dos nos queda poco tiempo.
      Y con delicadeza, hunde la uña en Wilson y lo pela. Separa los gajos uno a uno. Y deja que estallen dentro de la boca.
      Hasta luego, Wilson.
      Esto termina sobre la taza de un váter.
      Con Susana Nuez Moscada escribiendo frases en la puerta del retrete.
      Despidiéndose de un montón de gente a la que no conoce.
      Despidiéndose de otros esquimales que llegarán al iglú. A dejarse morir. O a evacuar para tratar de vivir.
      Esto termina con un cáncer avanzando denso y pesado. Haciendo ruido. Aniquilando. Cubriéndolo todo. Regenerándose lentamente.
     Extendiéndose. Esto termina con la misma impotencia que tienes cuando no puedes cerrar un grifo. Y sigue goteando.
      Cáncer de fresa.

enfant terrible

martes, 5 de junio de 2012

El Zahir

       A Wally Zenner

     En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada, llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
       El 6 de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
      En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del 6, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
       En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de Las Mil y Una Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
     Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos "pensamientos" eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de su demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
       Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
       Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.)
       Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
      He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El 16 de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
       El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
       En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de "los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente". El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años depsués, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer1, pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro[2]. También dijo que Dios es inescrutable.
      Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
       La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
     —Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue déle te mando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
       El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
       Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
       En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.



1. Así escribe Taylor esa palabra.

2. Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.

Nota de los editores: la ilustración es añadida por nosotros.

De El Aleph; Jorge Luis Borges