martes, 19 de junio de 2012

Buscando la luna



Salgo a pasear, 
por dentro de mí 
veo paisajes que de un libro 
de memoria me aprendí. 

Buscando una luna, Extremoduro. 

      Gerardo Suárez se dio cuenta de que había dejado de escribir y ahí empezó todo. Cuando ocurrió, lo primero que hizo fue recordar sus primeros y lejanos textos: pequeñas y rimbombantes poesías destinadas a todas aquellas que nunca las iban a leer, la mayoría ni sabían quién era él. Recordó, con media sonrisa, cómo gustaba de ensalzar aquellas figuras adolescentes de maneras bizarras, usando insultos o palabras escatológicas a veces. La timidez, que siempre le acompañaba en toda relación humana, decidía abandonarle cuando se plantaba ante el papel, ante su verdadero yo. Sólo él mismo se conocía. Después solía interpelar a aquellas figuras directamente, a través de todas esas frases herederas de los grupos de punk que sonaban en sus oídos cuando caminaba solo por la calle, allá por los quince o catorce, la edad de los poetas. “¡Despierta, idiota!/ la vida, toda nuestra,/ cada cual elige/destrúyela a tu manera”. Aquello solía parecerse más a la letra de una canción que a una poesía, pero a los quince se es un buen poeta porque sudas de esos anacronismos resucitados por los críticos. Al final, cuando acababa, siempre ocurría lo mismo: había tocado el cielo, lo sentía, al igual que sentía como esa sensación moría ante la llamada de lo terrenal, o su madre gritando: la comida.

      Entró, con mucha ilusión, orgulloso de ir a dedicar cuatro años a algo totalmente inútil (muy punk eso), a la carrera de filología clásica en la UAM, aunque por aquel entonces tenía ya un nombre totalmente obsceno que ni se molestó en aprender. Esa fue la época de los cuentos. Los cuentos ya no pedían ese sentimiento, exigían el esfuerzo creativo, pero, ante sus maravillados ojos, en el papel, se dibujaba un mundo entero desde su mano izquierda: un mundo entero, por favor, párense un segundo a meditar, joder. Esta ambición se cultivó en las charlas con los chicos del grupo que más tarde pasaría a llamarse “los escritores bárbaros”, así, con minúscula, si no, ¿a qué lo de bárbaros? Heredero del espíritu de Bolaño, lector empedernido, pura vitalidad, depredador del conocimiento, cruce de las culturas en su sangre, Goye lideró el grupo desde que se creó, o más bien desde que él lo creó. Siempre quiso tener una editorial. Veía maravillas en los textos de sus amigos, al igual que veía como el mercado no estaba preparado para soportarlas, simplemente no encajaban. Su editorial iría por otros caminos más tranquilos. También le interesaban pintores y músicos. Por los pasillos y las zonas de césped de la facultad, en los parques donde bebía y hablaba hasta altas horas de la noche, en alguna que otra rave, en los vagones del metro, en el autobús, allá donde iba, encontraba a alguien interesado en su proyecto y lo adscribía rápidamente. Reunió a un gran grupo de locos entre los que se contaba Gerardo, con la privilegiada e insigne posición de fundador. Al principio organizaban pequeños recitales donde la gente, algo bebida, se animaba a leer lo que fuese y todo luego se tornaba en salvajes fiestas. Cualquier lugar era bueno: algún garaje del que alguien disponía, una casa en la sierra de fulano, los propios parques. Los músicos también se empezaron a unir a aquellas fiestas, iba todo aquel que amaba el arte y la fiesta. Con los medios que tenían, algunos euros de la venta de “Steinburg, cerveza de los reyes daneses” -así rezaba el cartel- en las fiestas, pudieron financiar una pequeña revista que repartían entre toda aquella gente. Reunía, caóticamente, todo tipo de escritos y dibujos. Surgía desde ellos y para ellos: un regalo que se hacían entre todos. “ Nadie de los que vive fuera de nuestro gran círculo, mundo de los soñadores, pagaría una mierda por esto. Y paso de desperdiciar el papel para que acabe bajo la cama de un gafapasta, ni hablar. Aquí es bienvenido todo el mundo, que vengan y lo busquen. Aquí tenemos todo , absolutamente TODO. El sol, la luna, el universo entero se recrea allá donde vamos, ¡y podemos verlo, tocarlo, olerlo, follárnoslo si queremos! Cualquiera que sepa sumergirse en la vida es bienvenido aquí.” Goye solía recitar este incoherente discurso o alguna paráfrasis del mismo cuando estaba borracho, debía ser algún tipo de lema fundacional que nunca escribió y quedó grabado en su cabeza. El grupo creció aún más y la editorial cobró forma a través de los materiales que Gerardo muchas veces clasificó junto a Goye y otros de los primeros. Nadie supo muy bien cómo financiaba todo aquello. El hecho es que sus ingresos parecían multiplicarse. Los hechos eran: Goye desaparecía una temporada y regresaba de lo que parecía algún viaje; recorría los anti- festivales de España, divirtiéndose y vendiendo gran cantidad de LSD en tripis; regresaba de su periplo con una suma importante de dinero que invertía sin dudar en su editorial: “escritores bárbaros”. En fiestas y recitales se vendían a un precio asequible, hasta vino gente ajena a comprarlos, o mandaban algún pedido concreto por internet.

      Gerardo escribía entonces gracias al sentimiento común que se creaba en aquella familia, sobre todo entre los seis que lo comenzaron todo. Nunca salió a leer porque la vergüenza se lo impedía. Pero realizaban un juego divertido. Sus amigos leían sus textos, una vez cada uno, atribuyéndoselos a un misterioso escritor que llamaban “Talo LII”. Llegó a hacerse verdaderamente famoso desde la sombra, eso le gustó bastante. También le sirvieron aquellas fiestas para desinhibirse y conocer alguna chica, sus archienemigas hasta entonces Allí conoció a Sara. Empezó a tocar la guitarra y la armónica en las reuniones más pequeñas. Cerraba los ojos, se olvidaba de los demás y se dejaba llevar por la música. Qué maravilla, la música, aquel que la ha encontrado de verdad, puede estar seguro de que está ante lo más maravilloso que ha creado el hombre: la celebración de la vida porque sí. Sin embargo, en sus textos, él seguía tratando de llegar al lugar más recóndito de su alma, ahondar en esas zonas en las que no se podía navegar de otra manera que no fuese escribiendo. Sin darse cuenta, se fue alejando del grupo. Cada vez prefería más estar sólo leyendo en casa. Aquel mundo excesivamente idealista comenzaba a resultarle algo infantil casi. Prefirió centrarse también en la carrera y acabarla. Tenía cada vez una visión más erudita del arte. Era algo para pensar sobre ello, no sólo para celebrarlo. Y ahí fue cuando perdió el sentido lo de escribir, hacía entonces más o menos un año, aunque no era hasta este momento cuando se había dado cuenta. Ahora trataba de bucear, no ya en sí mismo, sino en los mundos que le abrían los otros. Buscaba la catarsis, se mimetizaba con toda obra que cayese en sus manos hasta altas horas de la noche acompañado sólo de vino y tabaco. Pero ahora le bombardeaban las preguntas, se había dado cuenta ¿Por qué había dejado de escribir?¿por qué escribía antes? Era joven. No quería pasar su vida encerrado entre cuatro paredes, viviendo con sus padres. Pero ocurría que lo único que le llenaba eran sus lecturas. Bueno, y Sara, pero sabía que aquello no iba a ser eterno. Especialmente, le llamaban aquellos autores que, desde Baudelaire, retrataban lo más oscuro del hombre, esos pensamientos que cuando acuden a la mente sentimos un impulso de reprimir y ocultamos a los demás. Recrearse en aquello era sublime, pero al salir de la catarsis: nada. Él era Gerardo Suárez, no Henry Wotton, no Don Juan (el que dejó de ser Tenorio), no ninguno de aquellos niñitos burgueses que Lamborghini retrataba en “El niño proletario”.

      El huevo del monstruo que venía gestándose en su vientre desde que se hizo las preguntas eclosionó después de un sueño que nunca volvió a recordar. Escribir no tenía sentido porque era huir de la vida misma para sumergirse, durante algunas tristes horas, en un mundo falso. Siempre había que regresar. ¿Por qué no, entonces, escribir en la vida real, con actos y no con palabras? Siempre recordó, después, lo fuerte que le latía el corazón el día en que llamó a Sara y le dijo que tenían que quedar para hablar un asunto.

      Con la boina calada hasta las orejas, cigarrillo de liar humeante en la boca, helado de frío debido a aquella mierda de palestina roja que no servía para nada-se la quitó y la arrojó al suelo-, manos en los bolsillos de la chaqueta, sin música en los oídos, andaba y pensaba en lo que quería a Sara. Era una chica alucinante, muy inteligente. En sus ratos libres hacía teatro y a él le encantaba ir a verla. Muchas veces, las más, ni recordaba el argumento de las piezas, sólo iba para verla desenvolverse en aquel cuadro de luz entre toda aquella oscuridad. Además, y esto era quizá lo más importante, follaba de puta madre, como nadie que él hubiese conocido jamás. Sin ningún pudor, le invitaba a participar en todo tipo de juegos cuyas reglas iba mostrándosele sobre la marcha. Ora violentos, ora dulces, pero siempre alucinantes. Experimentó una molesta erección recordándolos. Y allí estaba, apoyada de pie en el respaldo del banco de madera en el triste parque de aquel invierno. Sonreía. A Gerardo se le hizo un nudo en la garganta y le sudaban las manos. Estaba a tiempo de pararlo todo, pero se había prometido a sí mismo que no se iba a echar atrás. Ella intento besarle y la empujó contra el banco, apartando la cara.

      - No me jodas- las palabras salieron solas. Al igual que el tono ronco que nunca antes había reconocido en sí mismo.
      - Pero ¿qué coño haces?
      - Mira, esto va a ser rápido. Hay que dejarse de gilipolleces. Tengo que ponerte algunas cosas en claro
      - Bien: dale pues- Su rostro había cambiado. Aparecía el miedo tras la furia que había provocado el empujón. Ello disparó las emociones de Gerardo, pero él las contuvo, podía sentir como todo bullía dentro de él y se disparaba en cualquier dirección.
      - Mira, follas de puta madre y todo eso, pero estoy harto de tener que aguantarte fuera de la cama para conseguir un par de polvos a la semana. Vamos a dejarnos de mierdas. Llámame nada más cuando te apetezca echar un polvo y yo haré lo mismo. Me resulta estúpido todo lo que haces fuera de la cama y, sobre todo, me aburres.

      Ella no contestó, paralizada, durante unos segundos.

      - ¿Es una broma?- la voz y el cuerpo temblaban casi por igual, sus ojos ni siquiera se atrevían a mirarle.
      - Pero ¿eres gilipollas o qué? Te estoy diciendo que dejes de hacerme perder el puto tiempo. Dime si te apetece follar y, si no, vete a tomar por culo- la furia realmente le había poseído, Gerardo se sentía realmente enfadado, luego lo recordaría a la perfección.
      - ¿Qué dices, Talo? No es verdad todo esto y lo sabes. ¿Qué es lo que ha pasado?

      Conversando no iban a llegar a nada salvo horas de diálogos circulares. Entonces le cruzó la cara de un guantazo y ella casi cayó al suelo.

      - Vete a la mierda, comepollas.

      Ahora Sara ya no reaccionaba. Se dejó caer hasta el suelo de rodillas. Manchaba sus vaqueros de barro. Todo su cuerpo temblaba, la mirada aterrorizada. La mandíbula se movía sin parar, como si estuviese drogada. Pequeñas lagrimas bañaban la mejilla enrojecida por el golpe. Al contemplarla en aquel estado todo le explotó por dentro. Su corazón latía desbocado, lo que parecían miles de sentimientos confusos, ira, amor, odio, pena, se peleaban en su cabeza a gritos. Lanzó la colilla del cigarro al cuerpo de la chica, como un autómata, se dio la vuelta y ya de espaldas musitó:

      - No vuelvas a llamarme, he cambiado de idea.


      La vuelta a casa la hizo también sin darse apenas cuenta de lo que hacía. No podía pensar. Tan sólo se sucedían una y otra vez las recientes imágenes impregnadas en su retina. Ya en su cuarto, solo, encerrado, rompió a llorar. Lloró como un niño. Abrazándose a la almohada, llenándola de lágrimas y mocos, mordiéndola. Maldiciendo en voz alta, llamando a su mamá. Quería volver de vuelta, abrazarla, decirle que nada de aquello había sido verdad, que era la persona que más quería. La imaginaba tal cual la había dejado y decir que sintió una puñalada hubiese sido poco. Agarró unas tijeras que tenía a mano y se rajó las palmas de las manos. Necesitaba ver su sangre para saber si seguía siendo humano. Al verla fluir y chorrear entre los dedos el llanto se tornó en risa. Sí, aquello ocurría realmente. Una risa desquiciada reverberaba entre los libros. Jadeaba, Casi hiperventilaba. Después durmió, durmió como un bebé.

      A partir de aquel día su vida se redujo a la lectura y sólo salía de casa para provocar aquellas situaciones, actos trascendentales él los llamaba. Conflictos que disparaban sus sentimientos. Nadie, absolutamente nadie que hubiese bebido de aquello, podría argumentar que no era la misma esencia de la vida. Agradables o no, aquellos sentimientos contradictorios le hacían sentirse infinitamente más vivo de lo que jamás antes se sintió. Era como despertar de un sueño. Ahora la literatura le rodeaba. Sólo leía para inspirarse y crear su propia novela. Trató con desprecio a sus padres hasta que consiguió que le echasen de casa. El recuerdo que más solía atesorar era el del momento en que agarró a aquel catedrático, lo tiró al suelo y le pateó hasta dejarle casi inconsciente. Le echaron de la carrera, tuvo un juicio, pero no pasó nada. Vivía en un motel y trabajaba de lo que podía. Pero no necesitaba nada salvo lo suficiente para mantener vivo su cuerpo y poder fumar. Salía ocasionalmente de fiesta con sus antiguos amigos – que le admiraban y temían por igual- , los cuales, excepto Goye, fueron alejándose progresivamente, y les metía en peleas con grupos más musculados y numerosos que normalmente acaban en desgracia para alguno. Su figura iba esculpiéndose a base de heridas en el alma y el cuerpo. También, a veces, en su soledad, seguía mutilándose por placer. Llamaba a su madre tan solo para oírla llorar. Con las prostitutas que contrataba raramente conseguía una erección, le gustaba actuar como un niño pequeño y sentirse humillado por la situación. Al principio hacía todo aquello sin quererlo, para provocar el conflicto. Pero, pronto, el deseo de conflicto fue lo único que quería. No había nada más dentro.

      Todos se alejaron para siempre, todos menos Goye. Gerardo vivía en una nebulosa de oscuridad, corroído el rostro por la amargura, de la que extraía una plenitud espiritual que hacía que todo lo intrascendental le importase una mierda. Goye nunca dejó de preocuparse por él. Así era Goye, un pirata honrado. Sus camaradas no se abandonaban, nunca. A Gerardo no le importaba aquello. Él disfrutaba aun de sus conversaciones con Goye, y el otro jamás le juzgó ni trató de hacerle cambiar, le ponía la realidad ante él tal cual era. También hablaban de libros, cosa que nunca cambiaba. A veces, en las cuales Gerardo llegaba a sentir miedo, Goye penetraba tanto en su alma, que llegó a creerle capaz de cambiarle. Pero eso nunca sucedió. Lo que si ocurrió fue que consiguió convencerle para que le acompañase a un viaje que tenía preparado para Argentina. Él lo pagaba todo. Gerardo estaba un poco cansado de Madrid, cambiar de aires le vendría bien, pensó.


      Poco cambió allí. Todas las malditas ciudades son iguales, y Buenos Aires no sólo es igual a las demás, sino que es igual en sí misma. Parecía que siempre recorrías la misma cuadra una y otra vez. No obstante, había una realidad muy brillante. La gente vivía todo más a flor de piel. Como decía Goye, esos pobres aún creían en la política.

      Juntos planearon un viaje a “Los Gigantes”, a Goye le encantaba la naturaleza y él veía la oportunidad de correr alguna buena aventura si iban sin dinero. Una peregrinación a aquellas gigantescas montañas de ida y vuelta. Sólo de pensarlo se excitaba, y así lo hicieron. En los grandes mercados de la ciudad asaltaban a todos los conductores de camiones hasta que encontraron a uno que aceptó llevarles hasta Córdoba ciudad. Diez silenciosas horas de camino. Era un tipo rudo el camionero y no quería que aquellos tipos raros le aburriesen con sus historias, prefería sumirse en sus pensamientos, como siempre. Sabe dios por qué les recogió.

      Los Gigantes era una extensa cordillera que se elevaba hasta las nubes en mitad del desierto de roca y arena que era la Pampa de Achala. La ruta principal para subir se encontraba en medio del desierto, sin nada alrededor salvo una triste parada de autobús y un pequeño refugio de dueños rancios, a unos noventa kilómetros de Córdoba. Anduvieron unas trece horas, sólo con sus mochilas llenas con una botella de agua, libros y un par de bocadillos hasta llegar a un pequeño pueblecito llamado Tanti, el más cercano a las montañas. Allí, exhaustos, el dueño de un pequeño hostel en reformas les dejó tirarse sobre dos mugrientos colchones unas horas para que descansasen. Antes del amanecer, cansados aún y sin comida, sólo con agua, emprendieron los treinta kilómetros que les faltaban para llegar al comienzo de la ruta de ascenso. Alcanzaron antes de la tarde la base, y Goye sugirió descansar. Pero Gerardo estaba extasiado, el cansancio y el sudor le habían enloquecido, no podía parar ahora, tenían que llegar al final de una. Se había vaciado de toda emoción y eso, en sí era una emoción poderosísima. Su peregrinaje era real. Era un peregrinaje hasta sus límites racionales, los límites de la cordura. No podían parar ahora. Le resultó fácil convencer a su colega y emprendieron ferozmente , en silencio, el ascenso contrarreloj para que no les alcanzase la noche. Tenían unas cinco horas para subir y bajar. No había absolutamente nada civilizado alrededor salvo aquel pequeño refugio que ya habían perdido. Era salvaje eso. Los animales libres pastaban aprovechando las últimas horas de luz en las pocas zonas verdes que había dejado la deforestación salvaje también del hombre. Bebían del río escaso que bañaba toda aquella sequedad. En los ojos de los dos brillaba una luz extraña por la que se asomaban accesos de locura. La botella de agua se agotó. No importaba, en el refugio había más. Nada importaba excepto subir. Y en la cima vieron el sol espléndido, que en lo rojo de la tarde bañaba de sangre todo el desierto, vasta inmensidad de tierra, sólo para ellos. Nadie se podía sentir importante siendo tan pequeño como se era ahí. Uno se daba cuenta de eso, que no era nada. Y así ocurrió con Gerardo. Todas las emociones vividas hasta aquel entonces se redujeron a nada. Goye se había sentado, pleno, iluminado, en la postura de la flor de loto, a escribir unos versos en su inseparable cuaderno. Gerardo musitó algo sobre ir a mear y desanduvo parte del camino. Entonces comenzó a tirar todos los monolitos de roca que marcaban la ruta, esparcía las piedras de modo que fuese imposible ver ningún camino. Tan sólo montañas y montañas de roca iguales a su alrededor. Cuando ya llevaba una hora bajando se perdió a propósito. La noche comenzó a roer las rocas y una negrura también su corazón. Sólo quedaba la muerte. Había que caminar hasta ella, pero ya estaba ahí, no se veía nada. Todo negro, la luna del cielo parecía no querer iluminarles. Le parecía oír -seguramente alucinaciones ya por la deshidratarían- los gritos desesperados de Goye. Pero aquello era hermoso. El peregrinaje a la muerte, eso era la vida.

Gerardo Suárez 


      Este manuscrito apareció junto a un recorte de periódico en el pequeño apartamento de Gerardo Suárez Raíz, donde encontraron su cadáver con un revolver en la mano y una bala en la cabeza, en Buenos Aires, a los pocos días de la fecha del periódico al que pertenecía la noticia del recorte. El titular rezaba así:
      [Encuentran los cuerpos de dos montañeros extraviados en el valle de “Los Gigantes”. Sólo uno de ellos, en extremas condiciones de deshidratación, aún se encontraba con vida”]

Amacaballo Fat

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