En el hotel nos habían recomendado el restaurante como uno de los mejores entre los más típicos, y ciertamente que era característico, con forma de media luna y una atmósfera sobrecargada de humos y olores que se hacían múltiples y luego espesaban a medida que subíamos los sucesivos tramos de tarimas sobre las que se distribuían las mesas, en torno a una de las cuales situada más o menos a mitad de ambas proporciones del local, la semicircular y la escalonada, nos sentamos acuclillados sobre montones de cojines, más cómodos que limpios, dispuestos alrededor, y aguardamos pacientemente, observados por un boy que nos había acomodado, a que se nos acercara alguno de los camareros que se afanaban, numerosos y rápidos, en atender a la clientela variopinta; una espera prolongada, oriental, que más o menos empleamos los tres en observar las diversas peculiaridades del recinto, una vez comentado el ambiente; yo, concretamente, primero siguiendo a un muchachito cuya función pronto entendí que consistía en ofrecer narguiles a los comensales -labor que realizaba siguiendo las pautas de los desniveles y las curvas, de tarima en tarima-, no obstante su edad, que se me antojaba, teniendo en cuenta las diferencias de talla y desarrollo por aquellos pagos y en estos nuestros, entre doce y catorce años; e intentando adivinar, luego, la otra tarea a que se dedicaba cada vez que desparecía de mi vista en el nivel más bajo al cabo del recorrido, mientras duraban las combustiones de las pipas, y que no era otra que reponer los ingredientes en las cazoletas y cambiar el líquido de alguna ampolla también, para comprobar lo cual incluso me cambié un momento de sitio con Mara -nombre de la amiga que nos acompañaba a mi mujer y a mí aquella noche y durante todo nuestro viaje, juntos, pues-; apretaba mucho en las cazoletas la mezcla, que luego, ya al borde de la primera mesa del nuevo turno, él mismo encendía antes de ofrecerla al primer cliente con una brasa de las que portaba en un hornito de bronce en la misma bandeja... Observaciones que abandonaría requerido para la interpretación de una carta, o menú, tan ininteligible en las versiones francesa o inglesa como en la hindú, de modo que decidimos al fin arriesgarnos a las asimismo incomprensibles recomendaciones del camarero, un enturbantado con daga a la cintura; de cuyos capítulos he olvidado casi todo, salvo acaso algunos regustos apenas relacionados con los de ningún manjar ni plato concretos; aparte de que pronto, al tiempo de comenzar a comer, volvió mi atención a verse acaparada por las singladuras y maniobras del chico navegando entre humos; en quien además me pareció notar cierta discordancia entre el pausado ritmo al que cumplía su cometido y la nerviosa -¿o acaso temerosa?- expresión de su mirada, escudriñando el entorno hacia arriba como hacia abajo, y más bien temerosa que curiosa a medida que se aproximaba a nuestra mesa.
No recuerdo por qué ni cómo, mientras consumíamos nuestro triple turno de narguile, nos hizo saber que se llamaba Ro -"me, Ro, Ro..."-; acaso por entender que alguno de nuestros comentarios o referencias pudiera referirse a él, el caso es que consiguió hacernos saber su nombre, Ro, y lo ratificó especialmente para Mara señalándose a sí mismo y repitiendo el monosílabo, Ro; y quedó como a la espera de respuesta, o reciprocidad, que correspondió a Mara, la cual apuntó con su dedo nuestros cuerpos mientras nos nombraba: Da-rí-o, I-sa-bel, y mí, Ma-ra. Tras lo cual y habiendo consumido ya los tres nuestro turno de cachimba, nos despidió muy sonriente y continuó con su ofertorio por el primer nivel superior; con idéntica parsimonia y la misma inquietud en la mirada, que con frecuencia orientaba en nuestra dirección. Y aunque nunca comprendí del todo por qué aquella noche se había dirigido y aferrado a nuestra compañía, pienso que acaso fuese nuestra constante atención a lo que pasaba en torno, y un poco también la mía hacia él.
El jachís era muy bueno, aunque un poco fuerte así fumado, y no tardaron en irrumpir en mi percepción y en mis reflexiones pautas novedosas que alteraban en mayor o menor medida el sentido de cuanto me rodeaba: la ambarina tonalidad ambiental, que parecía fluir de los tapices que componían la curva del fondo y determinaba la composición semicónica del techo, o emanar de las caprichosas lámparas de mecha con formas de garabatos y quedar flotando en transparencias de tonalidades variables según los niveles; los desconocidos ingredientes de los que pudieran estar compuestos aquellos platos multicolores tan sabrosos como inusitados; las auténticas dimensiones del entorno, que lo mismo aparentaban dilatarse desmedidamente que contraerse tras la atmósfera sobrecargada y gravitar casi en nuestra presencia triple; pero sobre todo Ro, que volvió a acaparar mi atención, pero esta vez con algún significado concreto de una nueva índole en cuya perspectiva aquella forma de dedicación a su tarea que antes me llamara la atención pasaba ahora inadvertida. En efecto, había comenzado a darme la impresión de que, en las tantas idas y venidas a que su menester lo obligaba pasaba más veces de las precisas en nuestra proximidad, de manera o innecesaria o cuando menos apartada del auténtico itinerario de su desplazamiento que marcaban las apretadas y ruidosas proporciones del oriental comedor y sus comensales; una impresión pronto corroborada por el propio Ro, llegado un nuevo turno de narguile para nosotros -entre bocado y bocado-, que los tres fumamos más brevemente que en el anterior y pendientes de su inmediata y notoria presencia allí contemplándonos alternativa pero fijamente, sobre todo a Mara, acaso por haber sido ella quien interviniera en las presentaciones; llegado cuyo turno de pipa, habiendo acaso aspirado con demasiada fuerza, le entró un ataque de tos que empezó a ser molesta y convulsa, y entonces el chico se acercó a ella y le puso una mano en el cuello y le apretó en algún punto, y cedió enseguida la angustia; ella nos contaría posteriormente que al contacto con la mano de Ro y después de aquellos dos apretones algo punzantes lo que fuese que le daba la tos había dejado de serlo de súbito y sin más y desaparecido asimismo el picor de garganta; tras cuya escena permaneció un rato aún allí mirándonos pero ensimismado, ajeno incluso a la pipa que ardía tirada sobre la bandejita, cuyo espeso humo pienso que fue lo que lo hizo reaccionar y disponerse a proseguir su cometido.
Lo que continuó sucediendo fue de algún modo repetición de lo ocurrido hasta entonces: seguimos comiendo de algunos otros platos tan variados como sabrosos y dudosos, bebiendo té y fumando alguna que otra pipa que incidían, a la vez que agudizaban parte de nuestras sensibilidades, en enrarecernos las estimaciones, de tal forma que, en lo que a mí por ejemplo me aconteció, no obstante el número de mesas ocupadas por grupos muy diversos tanto de indígenas abigarrados como de extranjeros variopintos, así como el trasiego, un incesante y casi circense, medio acrobático, ir y venir de al menos una veintena de camareros que evolucionaban en prodigiosos equilibrios, los brazos en alto, portando enormes bandejas rebosantes de platos, corriendo y saltando de un nivel a otro y esquivando similares ejercicios de sus compañeros; no obstante lo cual, lo único que a mis ojos destacaba en medio de toda aquella baraúnda sumida en la ambarina opacidad, era Ro; y sus desplazamientos, cada vez más evidente su constante inquisición, preocupado y silencioso todo en torno pero sobre todo pendiente de algunas personas concretas; de un camarero, de alguno otro de los que se movían más abajo hacia la entrada; en uno de los cuales, hallándose próximo a los tapices, arriba, del fondo, un brazo recio salido de entre las colgaduras lo había atrapado y arrastrado al otro lado, donde permaneció sólo unos instantes; un percance que olvidé enseguida, pues casi sin transición lo vi descendiendo hacia nuestra mesa los desniveles a saltos, llegar, depositar la bandejita en la mesa y quedar allí plantado mirando alternativamente a Mara y a alguien situado a mis espaldas, y susurrando una frase en la que sólo parecía claro su nombre.
Inesperadamente, se sumió en los preparativos de una pipa que encendió y nos pasó cuando ya un camarero procedía a retirar los platos -no sabría decir si uno de los que ya nos había servido u otro nuevo, pues todos parecían igualmente, sin estarlo, vestidos, distintos todos los chalecos, al fijarse, y diferentes los colores y rayados del pañolón fajado de cintura a rodilla, claro, y diversos los blusones, o el ángulo de que a todos colgaba la daga- mientras cruzaba con Ro frases que éste parecía no querer oír, a alguna de las cuales sin embargo respondía con un monosílabo o una mirada feroz; y demorándose en recoger el narguile hasta que él se largase con la pila de platos en alto, ocasión en la que nos dio a entender por señas que lo esperásemos, que volvía enseguida, mirando mucho a Mara con expresión que a mí se me antojaba sobre todo suplicante. Y en efecto no tardó en volver, a picotazos nosotros tres con un cuenco de frutos secos. Venía sin bandeja, y se sentó a nuestros pies en el borde de la tarima a observarnos, a veces dibujando una sonrisita triste bajo su observar, sin perder de vista la zona inferior del local, por donde pululaban camareros, encargados y otro personal indígena inclasificable y enturbantado no sé si más hoscos que herméticos o más misteriosos en lo que se traían y llevaban por allí, o ejecutaban o aparentaban.
Cuantas veces, con posterioridad a estos hechos, nos referimos al caso, bien estando los tres juntos o a solas Isabel y yo -y por supuesto aquella madrugada mientras se aclaraban las cosas con la policía primero en el vestíbulo del hotel y más tarde, ya por la mañana, en comisaría y después aún con los funcionarios judiciales-, todos coincidimos en que en ningún momento habíamos pensado, y mucho menos por supuesto creído, que de la actitud de Ro se dedujese ninguna sensación de inminente peligro por su parte; como resultaban también muy aproximadas nuestras respectivas apreciaciones de los hechos acaecidos desde que habíamos tomado asiento en el restaurante. Entonces, vez primera, nuestra coincidencia lo fue por separado ya ante la policía como también de uno en uno, luego, en el despacho de los representantes hindúes de la justicia; coincidentes no sólo en parecidas narraciones o explicaciones de los hechos sino también en señalar la predilección que Ro había desde un principio mostrado por Mara, dentro de su apego a nuestra mesa.
Aparte de lo que contó Mara que nosotros no conocíamos -y sigue refiriéndolo las veces que aún, cada vez menos, nos reunimos-; que, una vez dentro de la habitación (porque había sucedido que en determinado momento durante nuestra permanencia final en el restaurante habíamos los tres captado su vehemente deseo, acaso crucial necesidad, de venir con nosotros, sobre todo cuando el camarero aquel de la daga se nos había acercado de nuevo, ya arreglada la cuenta, dándonos a entender que creía haber sido llamado, pero en realidad para decir algo a Ro, algo quizás en tono conminatorio; y decidido nosotros entonces casi sólo de miradas, vista aquella honesta ansiedad del chico, llevarlo en compañía, si tal era, y sí, el contenido de su anhelo; pero sin el menos vislumbre de peligro de ningún tipo, y sin el más mínimo tinte de perversión sexual por ninguna de las partes. Ni cuando, llegando al hotel, se había aferrado a la mano de Mara, a la que miraba cada tantos pasos, como también lo hacía con parecida intermitencia hacia atrás, acaso dudoso de algún seguimiento, y habiendo ya entendido que podría dormir en una de nuestras habitaciones), Ro se había parado un momento a mirar en torno sin soltarle la mano, que luego había besado repetida pero comedidamente cuatro o cinco veces repitiendo algo así como fada sal Ro, frase que posteriormente yo identificaría sin la menor duda con la que me había parecido escucharle musitada cuando en el restaurante se nos había avecindado momentos después de haberse visto arrastrado tras los tapices, todo contemplado y analizado por mí, y palabras que ya determinaran el cambio decisivo de actitud de los primeros policías que nos interrogaron, aunque su significado lo conocimos sólo en trámites posteriores, cabe lo judicial, por boca de uno de cuyos funcionarios comprendimos lo de padre vender Ro; tras lo cual, o sea, mirar en torno y besar la mano de Mara, cogiendo una de las muchas esterillas extendidas por el suelo, la colocó bajo la ventana abierta a la noche y se tumbó a dormir. Luego, Mara se había lavado la boca y acostado tranquilamente sin pensar más en la cuestión, si el pobre se encontraba allí feliz, con lo guapo y simpático que era...
Algo, sin embargo, la había alertado en su sueño más o menos profundo, y había despertado y abierto los ojos con el tiempo justo de ver que alguien se tiraba desde la ventana abierta a la calle, y entonces saltó de la cama y corrió a asomarse, pero tropezó con el cuerpo de Ro -del que ni se acordaba- y cayó sobre él; y, asustada, se levantó y buscó a tientas el interruptor de la luz, que iluminó súbita y crudamente la habitación y sobre todo, bajo la ventana, sobre la esterilla, tronchado, el cadáver del muchachito; degollado, en medio de un gran charco de sangre. Y su grito despertó a medio hotel.
Y todo cuanto en muchas ocasiones se me ocurrió e incluso medité sobre las posibles causas de aquel crimen, a tanta distancia del lugar y del tiempo de los hechos, realmente huelga.
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