lunes, 30 de diciembre de 2013

[Augusto Monterroso]: [Míster Taylor]



–Menos rara, aunque sin duda más ejemplar –dijo entonces el otro–, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió –previa indagación sobre el estado de su importante salud– que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."

viernes, 13 de diciembre de 2013

CUENTO BREVE #142857

CUENTO BREVE #142857

Me dispongo a ESCRIBIR algo. Un RELATO. Un cuento BREVE que me gustaría que perteneciese a los dominios de la ficción pero que, tristemente, no hará sino relatar nuestra HISTORIA. Será aburrido porque ahora todas las cosas lo son, y más si son contadas desde este lenguaje abyecto e ineludible. Elaboraré este cuento como yo quiera, eso sí, y cualquiera podrá ver en él mi profundo odio hacia ellos. Ellos, sin embargo, no me castigarán, porque ellos saben que la crítica y la denuncia son laberintos sin salida que no entrañan ningún peligro. Ahora yo también lo sé. Ahora —creo— ya todos lo sabemos, y por eso mi historia es redundante. También por eso no intentaré negar que esto, esto que voy a escribir es, efectivamente, un CUENTO.

INTRODUCCIÓN
Lo más divertido es que tal vez todo empezó siendo una broma. Y que quizás el graffiti, una práctica que se suponía contestataria, sea uno de los culpables. La primera noticia que yo tuve de ellos —y empezaré narrando a partir de mi experiencia para no incurrir en el peligro del que nos advirtieron Jörg Ludwig Bürger y Luther Blissett— fue un cartel (una versión primitiva de las actuales ETIQUETAS) que me sorprendió porque estaba pegado en el lateral del vehículo que todas las mañanas me llevaba al trabajo. Rezaba “AUTOBÚS”. Recuerdo que a algunos de los que esperaban les hizo gracia. Imbéciles... a veces incluso pienso que merecemos todo esto.
Eran silenciosos e invisibles. Algunas veces he oído hablar de gente que durante ese primer estadio de la invasión vio cómo alguno pegaba una etiqueta e intentó darle caza, pero nunca eran atrapados. Según Antonio López Marina nos dice en un ARTÍCULO para el PERIÓDICO El País, si pensamos en la sencillez del método esto no resulta nada extraño. Un cartel con letras de ordenador, en papel normal y del tamaño que usan cuesta apenas unos céntimos, sobre todo si se imprimen en masa. Muchos han sido los que culparon a las empresas carteleras, a los graffiteros, a los plantilleros y a los ingenuos miembros del movimiento post-it, pero la idea que —en mi opinión— realmente subyace al problema es la de PUBLICIDAD. Hace años la gente torcía el gesto al oír en Cuba no existen los grandes carteles publicitarios; hoy, la mirada se les ilumina con un brillo de esperanza. Es mejor no contarles que ellos ya han llegado allí. En realidad, de hecho, ya están en todas partes.
Empezamos a llamarlos LOS CATALOGADORES con un dejo de incomprensión en la voz. Se hablaba poco de ellos y nadie sabía con precisión quiénes eran. Existe la teoría —maravillosamente expuesta por George Jimenes González— de que al principio no eran un movimiento organizado, de que las etiquetas fueron —como ya dije al comienzo— una broma que halló un eco en un pequeño grupo social constituido por jóvenes aburridos de clase media que no tenían nada mejor que hacer. Esta teoría explicaría por qué en los países menos desarrollados Los Catalogadores tardaron más en extenderse, y también que su nombre surgiese de nosotros, la masa, los espectadores, y por qué —al no constituirse como un GRUPO ORGANIZADO— el GOBIERNO nunca pudiese con ellos. Hoy, el gobierno tiene su propio DEPARTAMENTO DE CATALOGACIÓN Y ETIQUETADO, e intentan ser más rápidos que ellos sin darse cuenta de que en realidad forman parte de ellos, de que son ellos, de que tal vez todos lo somos. Yo, personalmente, quiero creer en la teoría de Jimenes y pensar que el mal provino del anonimato, que nadie tiene la culpa y que nadie puede defenderse de un enemigo que ataca desde la nada. También: de que el gobierno combate contra un enemigo invisible.

NUDO
Pronto las casas se llenaron de etiquetas con la palabra CASA y la minuciosidad fue en aumento. PUERTAS, VENTANAS, MARCOS, y luego POMOS, TORNILLOS, BISAGRAS, ACEITERAS, ACEITE... Los líquidos sin continente se consideran incatalogables, pero escasean y además son extremadamente efímeros, así que son una vana esperanza a la que aferrarse. Además, es fácil catalogar la idea del MAR, por ejemplo. Tras un tiempo, algunos estudios revelaron que la riqueza léxica caía a una velocidad preocupante en todo el planeta, y hubo una alarma generalizada. Ya nadie sabía nombrar su hogar si no era con la palabra CASA, y fue entonces cuando aparecieron los SINONIMADORES o —mal llamados— ANTICATALOGADORES, quienes no hicieron sino echar más leña (sería mejor decir papel) a la hoguera que ya empezaba a prender nuestros cerebros. Era insoportable salir a la CALLE EXTERIOR INTEMPERIE... y ver cómo un COCHE AUTOMÓVIL VEHÍCULO... pasaba ante ti; daban ganas de arrancarse los ojos (aún dan), y los casos de depresión, violencia doméstica, estrés, suicidio y síndrome de Amok aumentaron de forma descontrolada, así como el número de sectas. También empezó a menguar el número de POETAS, que hoy —es bien sabido— ya no existen o son tristes juntadores de palabras. Muy pronto todo tenía su nombre, y ahora ya somos incapaces de pensar nada fuera de las etiquetas; nuestro lenguaje ha sido castrado y nuestra imaginación cercenada. He visto a gente llorar intentando pedir una BARRA DE PAN a su PANADERO con otras palabras. Balbucean, babean, y no consiguen nada. El método de señalar es demasiado lento en la mayoría de los casos. El Apocalipsis ya ha sucedido, pero éste no es el final de nada excepto de la progresiva ordenación que la realidad ha sufrido desde que nosotros la poblamos.
Así llegamos al FINAL del relato. Sin embargo, aún quiero narrar el fracaso de algunos episodios de RESISTENCIA que vivimos. Sé que poner el final a la MITAD es un ERROR DE ESTILO, que es ANTICLIMÁTICO, pero tal vez eso no me importe o quizá no crea que el final cronológico de esta historia sea el verdadero.
Antes de continuar, quiero explicar el porqué de las mayúsculas. Cuando todo empezó, claro, las etiquetas se diferenciaban de las palabras normales por ir en mayúscula, y así no era lo mismo “SOMBRERO” que “sombrero”, pero ahora que todo son etiquetas ha ocurrido la tragedia y ya se ponen simplemente en minúscula: las etiquetas han sustituido a aquello a lo que designaban. En mi caso, es una cuestión de estilo, un ejemplo del uso que se les daba antiguamente o una suerte de denuncia inútil: a elección del lector.

DESENLACE
El primer movimiento de resistencia que hubo no fue un movimiento en sí sino más bien una moda desesperada. Tres meses después de que el sistema de etiquetas ya dominase el planeta de forma evidente (y pacífica), el filósofo brasileño Carlos Salvador teorizó sobre la idea de que los animales eran un símbolo de liberación —ya que ellos no podían leer las etiquetas— y propuso que todo el mundo adquierese un gato, por lo sencillo que resulta y en honor del escritor argentino Jorge Luis Borges. Por descontado, la etiqueta GATO no resultaba un problema, ya que nombraba el objeto pero no lo que evocaba, y Los Catalogadores no lograban dar con una etiqueta abarcadora de todo el significado. Me hace gracia imaginarlos barajando posibilidades: GATO DE LA LIBERTAD o GATO SIMBÓLICO serían algunos ejemplos. Sin embargo, al final dieron con la clave. Yo creo que las etiquetas siguen una especie de proceso de selección natural mediante el que sólo prevalece la más fuerte. El resultado fue SÍMBOLO DE LIBERTAD. Apenas pasaron unas semanas antes de que la gente, desesperada, matase o abandonase a sus gatos. La etiqueta es precisa y agotadora: aunque se cambiase el símbolo, el nombre prevalecería.
Lo siguiente fue lo de los analfabetos, pero también constituían SÍMBOLOS DE LIBERTAD y, además, los PLANES DE ALFABETIZACIÓN (que, ahora lo sabemos, no son sino un modo de extender el sistema) proliferaron como una plaga y ahora ya no queda casi ninguna de esas “vacas sagradas” (como los llamó Salvador en un ensayo de 2020) que fueron los analfabetos ya que, aunque no podían ayudarnos, estaban a salvo del etiquetado. También se ha conocido algún caso de analfabetos asesinados por envidia. Por otra parte, el EXPERTO Mahan Krishnan ha afirmado con acierto que si la resistencia mediante el analfabetismo se hubiese impuesto acabarían por nacer las etiquetas auditivas o algo peor que alimentase las llamas de nuestro infierno. En su contra la filósofa Heljä Haajanen ha apuntado que quizás algo de CAOS sería beneficioso para la sociedad en su estado actual.
También hay quien ha intentado olvidar el idioma o no enseñárselo a sus hijos; ambas alternativas se descartan rápidamente debido a datos empíricos y a las investigaciones con niños del difunto genio Noam Chomsky.
La alternativa que más éxito tuvo, la que casi nos sacó de este pozo de palabras que nosotros mismos hemos cavado, fue la de LOS OTROS o LOS INCLASIFICABLES, un grupo activista que construía objetos extraños como un enorme pedazo de carne de trescientos cincuenta kilos con un paraguas clavado o un busto de mármol sobre un lecho de flores y cristales de gafas de sol. Al principio fueron considerados artistas performativos o que hacían instalaciones, entre otras cosas porque adoraban a Marcel Duchamp y tenían un cierto aire de elitismo revolucionario. La etiqueta que el SISTEMA inventó para los objetos que creaban fue la de INCLASIFICABLES, pero no resultó suficiente; la gente seguía hablando de ellos como “el cristal con forma de vaca coja” o “la caseta de perro con mil cucarachas dentro y un pedacito de queso de cabra”. Cuanto más sorprendentes resultaban, más efectivos eran. La alegría y la esperanza nos invadieron durante los que —creo— fueron los mejores meses de mi vida. Los MANUALES DE ESTILO dirían que yo debería haber contado esta historia sin desvelar el fracaso hasta el final, pero no quiero que la decepción que yo sentí se repita en mis lectores. Además, como ya he dicho, esto no es ficción. Lo que ocurrió era de esperar: en lugar de nombrarlos sólo individualmente, la gente empezó a llamarlos INCLASIFICABLES (u OTROS) por desconocimiento o por pereza. Bogdan Ionescu sostiene que fue el resultado de un plan que consistió en publicitar los inclasificables a mansalva y, si bien estoy de acuerdo con que el desastre vino del hecho de que se dieran a conocer masivamente... ¿un plan de quién? Otra vez, el trabajo de buscar culpables resulta estéril. Los artistas que lo habían empezado todo gritaban a diestro y siniestro que no los llamasen inclasificables sin ser conscientes de que así caían en la misma falacia. Muy pronto ya sólo fue una etiqueta más. Años después, fue un SÍMBOLO DE REBELDÍA por lo que llegó a significar, pero entonces esa misma etiqueta apareció junto a todos los inclasificables, lo cual nos hace pensar (por escalofriante que parezca) que los catalogadores no albergan ningún mal en sí, que sólo son seres fríos y sistemáticos incapaces de vivir sin el perfecto orden de las etiquetas.
Para terminar —gráficamente— diré que muchos intentaron emigrar a un lugar donde se hablase una lengua desconocida para ellos, pero las palabras básicas se aprenden con demasiada facilidad. De hecho, el método de etiquetado casi ha constituido una REVOLUCIÓN en lo tocante al aprendizaje de lenguas extranjeras. Es debido a este movimiento migratorio que a día de hoy apenas queden peruanos en el Perú o japoneses en Japón. Yo sigo aquí en España porque he comprendido la falacia que entraña todo movimiento.

Hemos de reconocerlo: éste es el final. El final es: no hay resistencia. El final es: tal vez nunca la hubo.
FIN
Munir