CUENTO BREVE #142857
Me dispongo a ESCRIBIR
algo. Un RELATO. Un
cuento BREVE que me gustaría que perteneciese a los dominios de la
ficción pero que, tristemente, no hará sino relatar nuestra
HISTORIA. Será aburrido porque ahora todas las cosas lo son, y más
si son contadas desde este lenguaje abyecto e ineludible. Elaboraré
este cuento como yo quiera, eso sí, y cualquiera podrá ver en él
mi profundo odio hacia ellos.
Ellos, sin embargo, no
me castigarán, porque ellos saben
que la crítica y la denuncia son laberintos sin salida que no
entrañan ningún peligro. Ahora yo también lo sé. Ahora —creo—
ya todos lo sabemos, y por eso mi historia es redundante. También
por eso no intentaré negar que esto, esto que voy a escribir es,
efectivamente, un CUENTO.
INTRODUCCIÓN
Lo más
divertido es que tal vez todo empezó siendo una broma. Y que quizás
el graffiti, una
práctica que se suponía contestataria, sea uno de los culpables. La
primera noticia que yo tuve de ellos
—y empezaré narrando a partir de mi experiencia para no incurrir
en el peligro del que nos advirtieron Jörg Ludwig Bürger y Luther
Blissett— fue un cartel (una versión primitiva de las actuales
ETIQUETAS) que me sorprendió porque estaba pegado en el lateral del
vehículo que todas las mañanas me llevaba al trabajo. Rezaba
“AUTOBÚS”. Recuerdo que a algunos de los que esperaban les hizo
gracia. Imbéciles... a veces incluso pienso que merecemos todo esto.
Eran
silenciosos e invisibles. Algunas veces he oído hablar de gente que
durante ese primer estadio de la invasión vio cómo alguno pegaba
una etiqueta e intentó darle caza, pero nunca eran atrapados. Según
Antonio López Marina nos dice en un ARTÍCULO para el PERIÓDICO El
País, si pensamos en la sencillez del método esto no resulta nada
extraño. Un cartel con letras de ordenador, en papel normal y del
tamaño que usan cuesta apenas unos céntimos, sobre todo si se
imprimen en masa. Muchos han
sido los que culparon a las empresas carteleras, a los graffiteros, a
los plantilleros y a los ingenuos miembros del movimiento
post-it, pero la idea que —en
mi opinión— realmente subyace al problema es la de PUBLICIDAD.
Hace años la gente torcía el gesto al oír en Cuba no existen los
grandes carteles publicitarios; hoy, la mirada se les ilumina con un
brillo de esperanza. Es mejor no contarles que ellos
ya han llegado allí. En realidad, de hecho, ya están en todas
partes.
Empezamos
a llamarlos LOS CATALOGADORES con un dejo de incomprensión en la
voz. Se hablaba poco de ellos y nadie sabía con precisión quiénes
eran. Existe la teoría —maravillosamente expuesta por George
Jimenes González— de que al principio no eran un movimiento
organizado, de que las etiquetas fueron —como ya dije al comienzo—
una broma que halló un eco en un pequeño grupo social constituido
por jóvenes aburridos de clase media que no tenían nada mejor que
hacer. Esta teoría explicaría por qué en los países menos
desarrollados Los Catalogadores tardaron más en extenderse, y
también que su nombre surgiese de nosotros, la masa, los
espectadores, y por qué —al no constituirse como un GRUPO
ORGANIZADO— el GOBIERNO nunca pudiese con ellos. Hoy, el gobierno
tiene su propio DEPARTAMENTO DE CATALOGACIÓN Y ETIQUETADO, e
intentan ser más rápidos que ellos
sin darse cuenta de que en realidad forman parte de ellos,
de que son ellos,
de que tal vez todos lo somos. Yo, personalmente, quiero creer en la
teoría de Jimenes y pensar que el mal provino del anonimato, que
nadie tiene la culpa y que nadie puede defenderse de un enemigo que
ataca desde la nada. También: de que el gobierno combate contra un
enemigo invisible.
NUDO
Pronto
las casas se llenaron de etiquetas con la palabra CASA y la
minuciosidad fue en aumento. PUERTAS, VENTANAS, MARCOS, y luego
POMOS, TORNILLOS, BISAGRAS, ACEITERAS, ACEITE... Los líquidos sin
continente se consideran incatalogables, pero escasean y además son
extremadamente efímeros, así que son una vana esperanza a la que
aferrarse. Además, es fácil catalogar la idea del MAR, por ejemplo.
Tras un tiempo, algunos estudios revelaron que la riqueza léxica
caía a una velocidad preocupante en todo el planeta, y hubo una
alarma generalizada. Ya nadie sabía nombrar su hogar si no era con
la palabra CASA, y fue entonces cuando aparecieron los SINONIMADORES
o —mal llamados— ANTICATALOGADORES, quienes no hicieron sino
echar más leña (sería
mejor decir papel) a la
hoguera que ya empezaba a prender nuestros cerebros. Era insoportable
salir a la CALLE EXTERIOR INTEMPERIE... y ver cómo un COCHE
AUTOMÓVIL VEHÍCULO... pasaba ante ti; daban ganas de arrancarse los
ojos (aún dan), y los casos de depresión, violencia doméstica,
estrés, suicidio y síndrome de Amok aumentaron de forma
descontrolada, así como el número de sectas. También empezó a
menguar el número de POETAS, que hoy —es bien sabido— ya no
existen o son tristes juntadores de palabras. Muy pronto todo tenía
su nombre, y ahora ya somos incapaces de pensar nada fuera de las
etiquetas; nuestro lenguaje ha sido castrado y nuestra imaginación
cercenada. He visto a gente llorar intentando pedir una BARRA DE PAN
a su PANADERO con otras palabras. Balbucean, babean, y no consiguen
nada. El método de señalar es demasiado lento en la mayoría de los
casos. El Apocalipsis ya ha sucedido, pero éste no es el final de
nada excepto de la progresiva ordenación que la realidad ha sufrido
desde que nosotros la poblamos.
Así llegamos al FINAL del relato. Sin
embargo, aún quiero narrar el fracaso de algunos episodios de
RESISTENCIA que vivimos. Sé que poner el final a la MITAD es un
ERROR DE ESTILO, que es ANTICLIMÁTICO, pero tal vez eso no me
importe o quizá no crea que el final cronológico de esta historia
sea el verdadero.
Antes de continuar, quiero explicar el
porqué de las mayúsculas. Cuando todo empezó, claro, las etiquetas
se diferenciaban de las palabras normales por ir en mayúscula, y así
no era lo mismo “SOMBRERO” que “sombrero”, pero ahora que
todo son etiquetas ha ocurrido la tragedia y ya se ponen simplemente
en minúscula: las etiquetas han sustituido a aquello a lo que
designaban. En mi caso, es una cuestión de estilo, un ejemplo del
uso que se les daba antiguamente o una suerte de denuncia inútil: a
elección del lector.
DESENLACE
El primer movimiento de resistencia que
hubo no fue un movimiento en sí sino más bien una moda desesperada.
Tres meses después de que el sistema de etiquetas ya dominase el
planeta de forma evidente (y pacífica), el filósofo brasileño
Carlos Salvador teorizó sobre la idea de que los animales eran un
símbolo de liberación —ya que ellos no podían leer las
etiquetas— y propuso que todo el mundo adquierese un gato, por lo
sencillo que resulta y en honor del escritor argentino Jorge Luis
Borges. Por descontado, la etiqueta GATO no resultaba un problema, ya
que nombraba el objeto pero no lo que evocaba, y Los Catalogadores no
lograban dar con una etiqueta abarcadora de todo el significado. Me
hace gracia imaginarlos barajando posibilidades: GATO DE LA LIBERTAD
o GATO SIMBÓLICO serían algunos ejemplos. Sin embargo, al final
dieron con la clave. Yo creo que las etiquetas siguen una especie de
proceso de selección natural mediante el que sólo prevalece la más
fuerte. El resultado fue SÍMBOLO DE LIBERTAD. Apenas pasaron unas
semanas antes de que la gente, desesperada, matase o abandonase a sus
gatos. La etiqueta es precisa y agotadora: aunque se cambiase el
símbolo, el nombre prevalecería.
Lo
siguiente fue lo de los analfabetos, pero también constituían
SÍMBOLOS DE LIBERTAD y, además, los PLANES DE ALFABETIZACIÓN (que,
ahora lo sabemos, no son sino un modo de extender el sistema)
proliferaron como una plaga y ahora ya no queda casi ninguna de esas
“vacas sagradas” (como los llamó Salvador en un ensayo de 2020)
que fueron los analfabetos ya que, aunque no podían ayudarnos,
estaban a salvo del etiquetado. También se ha conocido algún caso
de analfabetos asesinados por envidia. Por otra parte, el EXPERTO
Mahan Krishnan ha afirmado con acierto que si la resistencia mediante
el analfabetismo se hubiese impuesto acabarían por nacer las
etiquetas auditivas o algo peor que alimentase las llamas de nuestro
infierno. En su contra la filósofa Heljä Haajanen ha apuntado que
quizás algo de CAOS sería beneficioso para la sociedad en su estado
actual.
También hay quien ha intentado olvidar
el idioma o no enseñárselo a sus hijos; ambas alternativas se
descartan rápidamente debido a datos empíricos y a las
investigaciones con niños del difunto genio Noam Chomsky.
La alternativa que más éxito tuvo, la
que casi nos sacó de este pozo de palabras que nosotros mismos hemos
cavado, fue la de LOS OTROS o LOS INCLASIFICABLES, un grupo activista
que construía objetos extraños como un enorme pedazo de carne de
trescientos cincuenta kilos con un paraguas clavado o un busto de
mármol sobre un lecho de flores y cristales de gafas de sol. Al
principio fueron considerados artistas performativos o que hacían
instalaciones, entre otras cosas porque adoraban a Marcel Duchamp y
tenían un cierto aire de elitismo revolucionario. La etiqueta que el
SISTEMA inventó para los objetos que creaban fue la de
INCLASIFICABLES, pero no resultó suficiente; la gente seguía
hablando de ellos como “el cristal con forma de vaca coja” o “la
caseta de perro con mil cucarachas dentro y un pedacito de queso de
cabra”. Cuanto más sorprendentes resultaban, más efectivos eran.
La alegría y la esperanza nos invadieron durante los que —creo—
fueron los mejores meses de mi vida. Los MANUALES DE ESTILO dirían
que yo debería haber contado esta historia sin desvelar el fracaso
hasta el final, pero no quiero que la decepción que yo sentí se
repita en mis lectores. Además, como ya he dicho, esto no es
ficción. Lo que ocurrió era de esperar: en lugar de nombrarlos sólo
individualmente, la gente empezó a llamarlos INCLASIFICABLES (u
OTROS) por desconocimiento o por pereza. Bogdan Ionescu sostiene que
fue el resultado de un plan que consistió en publicitar los
inclasificables a mansalva y, si bien estoy de acuerdo con que el
desastre vino del hecho de que se dieran a conocer masivamente... ¿un
plan de quién? Otra vez, el trabajo de buscar culpables resulta
estéril. Los artistas que lo habían empezado todo gritaban a
diestro y siniestro que no los llamasen inclasificables sin ser
conscientes de que así caían en la misma falacia. Muy pronto ya
sólo fue una etiqueta más. Años después, fue un SÍMBOLO DE
REBELDÍA por lo que llegó a significar, pero entonces esa misma
etiqueta apareció junto a todos los inclasificables, lo cual nos
hace pensar (por escalofriante que parezca) que los catalogadores no
albergan ningún mal en sí, que sólo son seres fríos y
sistemáticos incapaces de vivir sin el perfecto orden de las
etiquetas.
Para
terminar —gráficamente— diré que muchos intentaron emigrar a un
lugar donde se hablase una lengua desconocida para ellos, pero las
palabras básicas se aprenden con demasiada facilidad. De hecho, el
método de etiquetado casi ha constituido una REVOLUCIÓN en lo
tocante al aprendizaje de lenguas extranjeras. Es debido a este
movimiento migratorio que a día de hoy apenas queden peruanos en el
Perú o japoneses en Japón. Yo sigo aquí en España porque he
comprendido la falacia que entraña todo movimiento.
Hemos de reconocerlo: éste es el final.
El final es: no hay resistencia. El final es: tal vez nunca la hubo.
FIN
Munir
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