viernes, 13 de diciembre de 2013

CUENTO BREVE #142857

CUENTO BREVE #142857

Me dispongo a ESCRIBIR algo. Un RELATO. Un cuento BREVE que me gustaría que perteneciese a los dominios de la ficción pero que, tristemente, no hará sino relatar nuestra HISTORIA. Será aburrido porque ahora todas las cosas lo son, y más si son contadas desde este lenguaje abyecto e ineludible. Elaboraré este cuento como yo quiera, eso sí, y cualquiera podrá ver en él mi profundo odio hacia ellos. Ellos, sin embargo, no me castigarán, porque ellos saben que la crítica y la denuncia son laberintos sin salida que no entrañan ningún peligro. Ahora yo también lo sé. Ahora —creo— ya todos lo sabemos, y por eso mi historia es redundante. También por eso no intentaré negar que esto, esto que voy a escribir es, efectivamente, un CUENTO.

INTRODUCCIÓN
Lo más divertido es que tal vez todo empezó siendo una broma. Y que quizás el graffiti, una práctica que se suponía contestataria, sea uno de los culpables. La primera noticia que yo tuve de ellos —y empezaré narrando a partir de mi experiencia para no incurrir en el peligro del que nos advirtieron Jörg Ludwig Bürger y Luther Blissett— fue un cartel (una versión primitiva de las actuales ETIQUETAS) que me sorprendió porque estaba pegado en el lateral del vehículo que todas las mañanas me llevaba al trabajo. Rezaba “AUTOBÚS”. Recuerdo que a algunos de los que esperaban les hizo gracia. Imbéciles... a veces incluso pienso que merecemos todo esto.
Eran silenciosos e invisibles. Algunas veces he oído hablar de gente que durante ese primer estadio de la invasión vio cómo alguno pegaba una etiqueta e intentó darle caza, pero nunca eran atrapados. Según Antonio López Marina nos dice en un ARTÍCULO para el PERIÓDICO El País, si pensamos en la sencillez del método esto no resulta nada extraño. Un cartel con letras de ordenador, en papel normal y del tamaño que usan cuesta apenas unos céntimos, sobre todo si se imprimen en masa. Muchos han sido los que culparon a las empresas carteleras, a los graffiteros, a los plantilleros y a los ingenuos miembros del movimiento post-it, pero la idea que —en mi opinión— realmente subyace al problema es la de PUBLICIDAD. Hace años la gente torcía el gesto al oír en Cuba no existen los grandes carteles publicitarios; hoy, la mirada se les ilumina con un brillo de esperanza. Es mejor no contarles que ellos ya han llegado allí. En realidad, de hecho, ya están en todas partes.
Empezamos a llamarlos LOS CATALOGADORES con un dejo de incomprensión en la voz. Se hablaba poco de ellos y nadie sabía con precisión quiénes eran. Existe la teoría —maravillosamente expuesta por George Jimenes González— de que al principio no eran un movimiento organizado, de que las etiquetas fueron —como ya dije al comienzo— una broma que halló un eco en un pequeño grupo social constituido por jóvenes aburridos de clase media que no tenían nada mejor que hacer. Esta teoría explicaría por qué en los países menos desarrollados Los Catalogadores tardaron más en extenderse, y también que su nombre surgiese de nosotros, la masa, los espectadores, y por qué —al no constituirse como un GRUPO ORGANIZADO— el GOBIERNO nunca pudiese con ellos. Hoy, el gobierno tiene su propio DEPARTAMENTO DE CATALOGACIÓN Y ETIQUETADO, e intentan ser más rápidos que ellos sin darse cuenta de que en realidad forman parte de ellos, de que son ellos, de que tal vez todos lo somos. Yo, personalmente, quiero creer en la teoría de Jimenes y pensar que el mal provino del anonimato, que nadie tiene la culpa y que nadie puede defenderse de un enemigo que ataca desde la nada. También: de que el gobierno combate contra un enemigo invisible.

NUDO
Pronto las casas se llenaron de etiquetas con la palabra CASA y la minuciosidad fue en aumento. PUERTAS, VENTANAS, MARCOS, y luego POMOS, TORNILLOS, BISAGRAS, ACEITERAS, ACEITE... Los líquidos sin continente se consideran incatalogables, pero escasean y además son extremadamente efímeros, así que son una vana esperanza a la que aferrarse. Además, es fácil catalogar la idea del MAR, por ejemplo. Tras un tiempo, algunos estudios revelaron que la riqueza léxica caía a una velocidad preocupante en todo el planeta, y hubo una alarma generalizada. Ya nadie sabía nombrar su hogar si no era con la palabra CASA, y fue entonces cuando aparecieron los SINONIMADORES o —mal llamados— ANTICATALOGADORES, quienes no hicieron sino echar más leña (sería mejor decir papel) a la hoguera que ya empezaba a prender nuestros cerebros. Era insoportable salir a la CALLE EXTERIOR INTEMPERIE... y ver cómo un COCHE AUTOMÓVIL VEHÍCULO... pasaba ante ti; daban ganas de arrancarse los ojos (aún dan), y los casos de depresión, violencia doméstica, estrés, suicidio y síndrome de Amok aumentaron de forma descontrolada, así como el número de sectas. También empezó a menguar el número de POETAS, que hoy —es bien sabido— ya no existen o son tristes juntadores de palabras. Muy pronto todo tenía su nombre, y ahora ya somos incapaces de pensar nada fuera de las etiquetas; nuestro lenguaje ha sido castrado y nuestra imaginación cercenada. He visto a gente llorar intentando pedir una BARRA DE PAN a su PANADERO con otras palabras. Balbucean, babean, y no consiguen nada. El método de señalar es demasiado lento en la mayoría de los casos. El Apocalipsis ya ha sucedido, pero éste no es el final de nada excepto de la progresiva ordenación que la realidad ha sufrido desde que nosotros la poblamos.
Así llegamos al FINAL del relato. Sin embargo, aún quiero narrar el fracaso de algunos episodios de RESISTENCIA que vivimos. Sé que poner el final a la MITAD es un ERROR DE ESTILO, que es ANTICLIMÁTICO, pero tal vez eso no me importe o quizá no crea que el final cronológico de esta historia sea el verdadero.
Antes de continuar, quiero explicar el porqué de las mayúsculas. Cuando todo empezó, claro, las etiquetas se diferenciaban de las palabras normales por ir en mayúscula, y así no era lo mismo “SOMBRERO” que “sombrero”, pero ahora que todo son etiquetas ha ocurrido la tragedia y ya se ponen simplemente en minúscula: las etiquetas han sustituido a aquello a lo que designaban. En mi caso, es una cuestión de estilo, un ejemplo del uso que se les daba antiguamente o una suerte de denuncia inútil: a elección del lector.

DESENLACE
El primer movimiento de resistencia que hubo no fue un movimiento en sí sino más bien una moda desesperada. Tres meses después de que el sistema de etiquetas ya dominase el planeta de forma evidente (y pacífica), el filósofo brasileño Carlos Salvador teorizó sobre la idea de que los animales eran un símbolo de liberación —ya que ellos no podían leer las etiquetas— y propuso que todo el mundo adquierese un gato, por lo sencillo que resulta y en honor del escritor argentino Jorge Luis Borges. Por descontado, la etiqueta GATO no resultaba un problema, ya que nombraba el objeto pero no lo que evocaba, y Los Catalogadores no lograban dar con una etiqueta abarcadora de todo el significado. Me hace gracia imaginarlos barajando posibilidades: GATO DE LA LIBERTAD o GATO SIMBÓLICO serían algunos ejemplos. Sin embargo, al final dieron con la clave. Yo creo que las etiquetas siguen una especie de proceso de selección natural mediante el que sólo prevalece la más fuerte. El resultado fue SÍMBOLO DE LIBERTAD. Apenas pasaron unas semanas antes de que la gente, desesperada, matase o abandonase a sus gatos. La etiqueta es precisa y agotadora: aunque se cambiase el símbolo, el nombre prevalecería.
Lo siguiente fue lo de los analfabetos, pero también constituían SÍMBOLOS DE LIBERTAD y, además, los PLANES DE ALFABETIZACIÓN (que, ahora lo sabemos, no son sino un modo de extender el sistema) proliferaron como una plaga y ahora ya no queda casi ninguna de esas “vacas sagradas” (como los llamó Salvador en un ensayo de 2020) que fueron los analfabetos ya que, aunque no podían ayudarnos, estaban a salvo del etiquetado. También se ha conocido algún caso de analfabetos asesinados por envidia. Por otra parte, el EXPERTO Mahan Krishnan ha afirmado con acierto que si la resistencia mediante el analfabetismo se hubiese impuesto acabarían por nacer las etiquetas auditivas o algo peor que alimentase las llamas de nuestro infierno. En su contra la filósofa Heljä Haajanen ha apuntado que quizás algo de CAOS sería beneficioso para la sociedad en su estado actual.
También hay quien ha intentado olvidar el idioma o no enseñárselo a sus hijos; ambas alternativas se descartan rápidamente debido a datos empíricos y a las investigaciones con niños del difunto genio Noam Chomsky.
La alternativa que más éxito tuvo, la que casi nos sacó de este pozo de palabras que nosotros mismos hemos cavado, fue la de LOS OTROS o LOS INCLASIFICABLES, un grupo activista que construía objetos extraños como un enorme pedazo de carne de trescientos cincuenta kilos con un paraguas clavado o un busto de mármol sobre un lecho de flores y cristales de gafas de sol. Al principio fueron considerados artistas performativos o que hacían instalaciones, entre otras cosas porque adoraban a Marcel Duchamp y tenían un cierto aire de elitismo revolucionario. La etiqueta que el SISTEMA inventó para los objetos que creaban fue la de INCLASIFICABLES, pero no resultó suficiente; la gente seguía hablando de ellos como “el cristal con forma de vaca coja” o “la caseta de perro con mil cucarachas dentro y un pedacito de queso de cabra”. Cuanto más sorprendentes resultaban, más efectivos eran. La alegría y la esperanza nos invadieron durante los que —creo— fueron los mejores meses de mi vida. Los MANUALES DE ESTILO dirían que yo debería haber contado esta historia sin desvelar el fracaso hasta el final, pero no quiero que la decepción que yo sentí se repita en mis lectores. Además, como ya he dicho, esto no es ficción. Lo que ocurrió era de esperar: en lugar de nombrarlos sólo individualmente, la gente empezó a llamarlos INCLASIFICABLES (u OTROS) por desconocimiento o por pereza. Bogdan Ionescu sostiene que fue el resultado de un plan que consistió en publicitar los inclasificables a mansalva y, si bien estoy de acuerdo con que el desastre vino del hecho de que se dieran a conocer masivamente... ¿un plan de quién? Otra vez, el trabajo de buscar culpables resulta estéril. Los artistas que lo habían empezado todo gritaban a diestro y siniestro que no los llamasen inclasificables sin ser conscientes de que así caían en la misma falacia. Muy pronto ya sólo fue una etiqueta más. Años después, fue un SÍMBOLO DE REBELDÍA por lo que llegó a significar, pero entonces esa misma etiqueta apareció junto a todos los inclasificables, lo cual nos hace pensar (por escalofriante que parezca) que los catalogadores no albergan ningún mal en sí, que sólo son seres fríos y sistemáticos incapaces de vivir sin el perfecto orden de las etiquetas.
Para terminar —gráficamente— diré que muchos intentaron emigrar a un lugar donde se hablase una lengua desconocida para ellos, pero las palabras básicas se aprenden con demasiada facilidad. De hecho, el método de etiquetado casi ha constituido una REVOLUCIÓN en lo tocante al aprendizaje de lenguas extranjeras. Es debido a este movimiento migratorio que a día de hoy apenas queden peruanos en el Perú o japoneses en Japón. Yo sigo aquí en España porque he comprendido la falacia que entraña todo movimiento.

Hemos de reconocerlo: éste es el final. El final es: no hay resistencia. El final es: tal vez nunca la hubo.
FIN
Munir

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